Crown, Love And A Cup Of Coffee

6. Una taza de café, un poco de calma

Un sábado cualquiera

Ángela tiró el último dado. La noche anterior se habían acostado tarde jugando; el parchís tenía ese efecto adictivo que te atrapaba sin darte cuenta. Por eso, cuando terminaron los quehaceres de la casa, sacaron el tablero con la excusa de “esperar a Adalia es como esperar la muerte”.

Aunque en realidad, cuando tienes muchas ganas de vivir, es justo cuando la maldita te visita.

Esa frase, como un eco amargo, retumbaba en la cabeza de Ángela.

El sábado era sofocante. El calor parecía un castigo. Aunque en esa época del año siempre hacía calor, el techo de zinc y el sol del mediodía convertían la casa en un horno. Y, sin embargo, para ellas, era un día hermoso. Porque estaban juntas. Porque reían.

—¡No voy a jugar! —protestó Darlin, frustrada. Darleni le había matado la única ficha que le quedaba.

—No puedes dejar de jugar, Darlin. No seas mala perdedora —le reprochó su hermana, frunciendo el ceño.

—Además, yo tengo dos muertas también —añadió Ángela, intentando equilibrar la balanza.

—¡Pero yo tengo las cuatro muertas! —se quejó Darleni, entre risas.

Ángela se cruzó de brazos, fingiendo molestia.

—No te enojes, Darlin. Podrías ganar si sacas las fichas una por una. Estarías justo detrás de ella y podrías matárselas todas… o al menos una —dijo, mientras lanzaba los dados. Sacó uno y sonrió—. ¿Ves? Ya tienes una fuera.

Siguieron jugando apenas unos minutos más, hasta que el celular de Ángela vibró. Era un mensaje de Adalia: “Paso por ustedes en treinta minutos. Estén listas.”

Ninguna se había bañado, pero sabían que los “treinta minutos” de Adalia siempre daban para mucho más. Ángela se vistió con un pantalón ancho y una blusa holgada. Ropa cómoda. Práctica. Darleni la observó con extrañeza: Ángela siempre decía que una mujer delgada no debía usar ropa suelta porque la hacía ver desaliñada. Pero ahí estaba. Distinta.

—No me mires así —dijo Ángela al notar la mirada de su hermana—. Me di cuenta de que esta ropa es cómoda.

—Vas a tener pocas si me das todas las ajustadas.

—Compraré más cuando pueda.

—¿Alguien te dijo que ya no te quedan bien? Porque mintió. Te quedaban preciosas.

—¡No quiero verme bien! —exclamó, alzando un poco la voz. La más pequeña se volvió hacia ella, alarmada—. Quiero vestir así. Acéptame, ¿sí?

—Está bien... al final, es tu cuerpo. Puedes hacer lo que quieras con él —respondió Darleni con calma. Tomó la ropa que Ángela había dejado y la acomodó en su armario.

Poco después llegó Adalia. Las risas no tardaron en llenar el cuarto.

—Te queda bien ese nuevo look —comentó Adalia, con una sonrisa sincera.

—Mentirosa —replicó Ángela, divertida.

—Oye, hablo en serio.

—A Darleni no le gusta. Dice que no es mi estilo.

—Todo cambia con el tiempo. Tú también cambiarás, niña, cuando crezcas un poco más —le dijo a la pequeña.

—¿Tú crees? No veo por qué Ángela quiere cambiar. Pero bueno… es su cuerpo —concluyó la menor, encogiéndose de hombros.

Antes de salir, Ángela puso el candado a la casa y se acercó a la vecina, que estaba fregando.

—Vecina, si mi mamá pasa por aquí, dígale que salimos con Adalia al parque del centro.

La mujer se secó las manos y se acercó a la puerta.

—¿Estás mejor?

—Cada minuto un poco más. Mañana empiezo a trabajar.

—Qué bueno, hija. Me alegra mucho. Si la veo, le digo.

—Gracias.

Ya de camino, Darleni susurró:

—Adalia se está burlando de ti, dijo...

—¡Mentira! —interrumpió Adalia, cubriéndole la boca. Darleni se soltó riendo y echó a correr, seguida por las demás. Pero Ángela se detuvo. Le costaba respirar.

—¿Estás bien? —preguntó Adalia, acercándose.

—Estaré bien.

—¿Tomaste tus pastillas? No puedes saltarte ni una.

—Sí, se lo recuerdo siempre —protestó Darleni con tono protector.

—Me las recordó esta mañana —confirmó Ángela. Tomó la mano de la más pequeña y siguieron caminando.

En el parque, las niñas corrieron hacia los columpios. Reían, gritaban, peleaban por el rojo o el amarillo.

Ángela y Adalia se sentaron en una banca desde la que podían observarlas. Aunque no estaban tan cerca, las risas de las pequeñas llenaban el ambiente.

Adalia quería hablar. No sabía cómo. Tenía mil preguntas y al mismo tiempo, miedo de abrir heridas. La vida había sido injusta con Ángela. Y en silencio, seguía culpándose por no haberla acompañado aquella noche.

Carraspeó.

—¿Cómo te has sentido estos días?

Ángela bajó la mirada. Había llorado sola. Había sentido su cabeza dar vueltas, una y otra vez. Pensaba en todo lo que podía salir mal. En todo lo que ya había salido mal. Un psicólogo era un lujo que no podían pagar, así que intentaba ser fuerte. Pero cada día pesaba más.

—No lo sé —respondió con honestidad. Suspiró—. En serio, no sé qué sentir. Solo sé que quiero ser fuerte por ellas.

—Eres más fuerte de lo que crees. Yo no sé qué hubiera hecho en tu lugar… —murmuró Adalia, tragando saliva—. Esto es difícil. Lo sabemos.

Ángela asintió.

—Adalia... si tengo algún daño en el vientre... ¿qué crees que puedo hacer?

Adalia la miró con ternura, con miedo, con impotencia.

—No tienes nada. Dios te está cuidando.

—Eso espero. Pero tengo miedo.

—Es normal. Pero ahora toca trabajar en tu salud mental, Ángela. Toca sanar.

Ángela asintió de nuevo, limpiándose una lágrima con el dorso de la mano.

—Sé que fue traumático… pero también sé que vas a superarlo —insistió Adalia.

—Tal vez… no lo sé. Pero lo voy a intentar.

—Bien. ¿Qué hacemos mañana? Podemos ir al médico.

—Iré a trabajar. Tendrá que ser en mi día libre.

—¿Estás segura? Apenas estás saliendo de esto.

—No puedo seguir faltando. Me descuentan el sueldo.

—¿Kevin no te dijo? El señor Nelson llamó. Dijo que a la muchacha del accidente le darán tres días más.




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