Había un murmullo constante en el restaurante. Eran la una de la tarde y los empleados iban de un lado a otro como hormigas apresuradas. El día estaba siendo agotador: a la gente le había dado por salir a comer como si fuera una fecha festiva, y para colmo, en una de las esquinas se celebraba un cumpleaños. Por suerte, era una reunión familiar para agasajar a una anciana de noventa y cinco años. Atender los pedidos de la fiesta y los de los demás comensales, que eran muchísimos, le estaba costando bastante al grupito de ocho meseras, entre ellas Ángela.
—La gente es como los monos —protestó Adalia, entrando con un grupo de platos vacíos.
Ángela salía al mismo tiempo con más platos de comida, mientras Kevin, Mercedes y otras dos compañeras atendían mesas.
—Cálmate, Adalia. Mientras más gente venga a comer, mejor te pagan —comentó una de las cocineras.
—Eso será a usted. A mí me siguen pagando igual, el mismo salario.
—Pero no te puedes quejar, es un trabajo estable.
—Claro que puedo quejarme. Soy bachiller y aquí estoy…
—¿Y entonces por qué no te inscribiste en la universidad? Anda, ve y deja de quejarte por algo de lo que nadie tiene la culpa —replicó Mercedes, pasándole una bandeja—. Lleva esto al cumpleaños.
Adalia salió con el ceño fruncido. Ángela entró trayendo algunos platos sucios e inmediatamente comenzó a lavarlos, tarea que también le correspondía.
—Ángela, me gustaría saber por qué tienes no uno, sino dos empleos. Es demasiado —comentó Kevin, de espaldas mientras decoraba un plato para un comensal especial del cumpleaños.
—Lo necesito. Estoy ahorrando para la universidad de mis hermanas. Que yo apenas haya terminado el bachillerato no significa que quiera lo mismo para ellas. Quiero que vayan a la mejor universidad del país. Son cien mil pesos por cada una.
—Eso es trabajo de unos treinta años —bromeó Kevin.
Ángela suspiró, colocando los platos limpios en su sitio.
—No me importa. Lo importante es que ellas puedan ser profesionales. Ya después no tendré que preocuparme cuando sea vieja.
Kevin se giró para mirarla.
—Hablas como si nunca te fueras a casar.
Ángela se encogió de hombros.
—No tengo prisa para eso. Si no llega, me da igual.
—Un esposo podría ayudarte a cumplir esa meta. Además, ¿sabes lo bien que se siente que alguien te ame?
—No, realmente no. No es que no me dé curiosidad, pero primero lo primero. No necesito un hombre para cumplir mi meta —dijo, dándole un golpecito amistoso en el hombro antes de salir de su vista.
Adalia volvió a entrar a la cocina, refunfuñando.
—Estoy cansada.
—Dios debería mandarte un hombre rico —dijo Kevin con media sonrisa.
—Eso me gustaría. ¡Señor, escúchalo! —exclamó Adalia mirando hacia el techo. Algunas cocineras rieron, mientras Mercedes negaba con la cabeza y le pasaba dos platos más.
El día terminó tarde. A las ocho todavía estaban lavando platos y recogiendo basura. Ángela había llamado a su madre a eso de las cinco para pedirle que se quedara con las niñas. Sabía que estaban bien, pero no podía evitar preocuparse. Lavaba los platos con prisa.
—Por favor, Kevin, échame una mano —pidió.
Kevin arqueó una ceja, negó y soltó una risita malévola mientras comía un pedazo de queso.
—Sí, te voy a pagar lo que te debo. Ven.
—Ángela, deja el drama. Solo te faltan dos platos.
—Pero tengo que enjuagarlos todos ahora.
—Está bien, te ayudo… pero si encuentro a mi esposa con otro, tendrás que darme un hogar.
—Ay, déjate de tonterías. Tu esposa te ama. La única compañía que encontrarás con ella será la bebé.
—Bien, bien —dijo Kevin, cortando la charla al escuchar al encargado del restaurante.
—Escuchen todos: llamé al señor Nelson y me dijo que les pagara las horas extras hoy mismo.
—¡Eso! —gritaron varios.
—Por fin algo que valió la pena —comentó Adalia.
Ángela terminó de lavar los platos y fue a recibir su pago en la pequeña oficina. Mauro le entregó el sobre, pero lo retuvo cuando ella intentó tomarlo.
—Le dijiste al señor Nelson que no te di el anticipo.
—Si me lo hubieras dado a mí, o al menos me hubieras avisado, lo sabría. No soy adivina.
—Se lo di a tu amiga. Por poco pierdo mi empleo por tu culpa.
—Adalia no me dijo nada.
—Antes de hablar sin saber, ¿por qué no investigas? Ya me tienes cansado. Tú no eres la dueña de este restaurante, pero siempre te dan libertades como si lo fueras. Más te vale ponerte las pilas o búscate otro empleo.
—Lo siento mucho, Mauro. Realmente no lo sabía. Y sobre el trabajo… ya estoy en eso, ¿no ha visto?
—Como sea, vete.
Ángela salió con incomodidad. Casi todos se habían ido, menos Kevin y dos empleados más.
—Te espero para darte un aventón —Ambos empezaron a caminar hasta la estación del autobús y por suerte uno se había detenido—. ¿Se le fue la onda contigo?
—Me estaba reclamando.
—Pero si estás haciendo bien el trabajo.
—Es por el anticipo.
—¿Qué pasó?
—Adalia no me dijo que él lo dio, así que el señor Nelson me llamó…
—¡Espera, espera! —la interrumpió Kevin—. ¿El señor Nelson te llamó?
—Sí, y como no tenía idea, le dije que no me lo dio. Entonces…
—¿El señor Nelson te llamó? —repitió, incrédulo.
—Kevin, ¿me estás escuchando?
—Claro, mijita, te escucho. Estoy sorprendido. Realmente encaja con lo que me contó Mercedes.
—¿Qué te dijo?
—Que una de las hijas del señor Nelson sufrió abuso sexual cuando tenía trece años. Ahora es adulta, pero en su momento fue muy duro: la familia sufrió mucho por sus intentos de suicidio. Al hombre le dieron quince años de prisión.
—Oh, tremendo…
—Sí, pero ella se recuperó. Tal vez lo que te paso le removió ese recuerdo. Debió ser muy duro no la conozco, pero eso me dijo Mercedes.
—Me imagino, me refiero a lo último… que esté bien.
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Editado: 09.08.2025