Cuando baje el sol de enero (estaciones #1)

6 meses antes - marzo de 2014

Aquella cálida mañana de finales de invierno, el joven Francisco Díez de Sanmillán caminaba nervioso de un lado a otro de la habitación de su residencia. La primavera estaba ya a la vuelta de la esquina, pero en un Madrid oculto bajo una perenne boina de contaminación la temperatura siempre era más elevada de lo que debía, más cuanto más se aproximaban las ansiadas estaciones cálidas. Aquel ocho de marzo, en particular, al otro lado de la ventana de su dormitorio en el colegio mayor Hijos de la Pureza apenas se veía moverse una hoja de árbol mecida por la brisa, a la vez que el cielo lucía azul y despejado. 

—Como sigas así te traigo una jaula, Paquito. 

Al escuchar aquella suave imprecación sin maldad, el zaragozano se giró como si lo hubieran pinchado para encarar al emisor: su compañero de cuarto. Este se encontraba sentado frente a su pequeño escritorio, con un montón de apuntes desparramados por encima, aunque el dibujo en el que estaba trabajando demostraba que en ese momento no estaba precisamente estudiando. Tampoco había levantado la cabeza ni por un instante para hablar y por ello no vio el ceño algo fruncido del interpelado.

—¿Qué dices tú? —le preguntó este, sin acritud, casi con un punto de diversión.

El otro chico se encogió de hombros como primera respuesta, antes de levantar sus ojos hacia él. Los tenía de un curioso tono jaspeado, como si fueran dos piedras de jade moteadas de marrón.

—No sé, pero si estás dando vueltas como un gato enjaulado por todo el cuarto, al menos que tengas el set completo —comentó, con apenas un deje de inocente burla.

Francisco, o Fran como le conocía la mayoría de la gente, hizo una mueca que seguía el humor de su interlocutor. 

—Muy gracioso, Beni —gruñó, sin enfado. 

El aludido, por su parte, volteó sus ojos verdosos hacia el techo antes de sacudir su corto y crespo cabello de color rubio ceniza. 

—Relájate, joder, que sólo son tus padres y por si acaso hemos dejado la habitación como los chorros del oro —arguyó, retomando su labor artística con despreocupación al tiempo que hablaba—. No tienes de qué preocuparte. 

Fran tragó saliva.

—Esta vez viene Lorena —musitó, reflexivo.

Ante aquello, Beni volvió a alzar su pálido rostro hacia él y lo encaró con curiosidad.

—¿Tu hermana melliza? —preguntó, sin alzar la voz.

—Sí —repuso Fran, en el mismo tono.

Por su parte, el gesto de Beni se relajó de inmediato e hizo un gesto displicente con los hombros mientras giraba la silla en su dirección.

—Coño pues yo que tú me alegraría ¿no? —preguntó, jovial—. ¿No me dijiste que estabais muy unidos? 

Fran esbozó una sonrisa involuntaria.

—Sí, y quizá por eso estoy nervioso —reconoció, mirándolo a su vez—. Llevo sin verla casi desde Navidad, con la tontería.

Beni, por su lado, mostró una sonrisa confiada.

—Todo irá bien, estoy seguro. 

Fran estuvo tentado de sacudir la cabeza con indecisión, pero en el fondo sabía que su compañero tenía razón. Así, cuando por fin claudicó con un leve asentimiento y media sonrisa camarada, el otro joven le devolvió el gesto antes de girarse para retomar su tarea artística.

Beni era un año más mayor, estudiaba Arquitectura y procedía de una familia de clase media de las afueras de Valladolid. Tras la marcha de su primer compañero de cuarto, a Fran lo habían sacado de la lista de espera para darle su hueco justo a tiempo para empezar el curso. A pesar de sólo llevar seis meses conviviendo, los dos chicos habían congeniado a las pocas semanas y ahora Fran consideraba que habían llegado a entablar una relación bastante cercana, casi fraternal. En ese sentido y a pesar de que cada uno tenía sus posibles amistades en la facultad, el zaragozano empezaba a considerar a Beni su mejor amigo en Madrid y sentía que era recíproco. 

En ese instante, sin embargo, su móvil vibró y un extraño nudo se adueñó de su estómago cuando miró la pantalla y susurró:

—Son ellos, ya están aquí.

—Venga, tira para abajo y luego me cuentas —repuso su amigo, sin despegar la vista del dibujo en el que estaba enfrascado.

Fran suspiró, antes de darse por vencido y dejar de retrasar lo inevitable.

—¿Te veo luego? —preguntó, incluso sabiendo la respuesta de antemano.

Beni alzó apenas la barbilla para dirigirle un gesto amistoso y con un brillo confidente en sus irises verdosos.

—Claro. Pásalo bien —replicó, alegre. No obstante, mientras su compañero salía del dormitorio, todavía alcanzó a oír como gritaba—. Ah, y ¡dales recuerdos a tus padres de mi parte! 

 

***

 

A Lorena Díez de Sanmillán Martín siempre le había fascinado Madrid. No porque fuese la capital de España, sino por lo grandiosa que siempre había escuchado y sentido que era. Tampoco es que hubieran bajado muchas veces desde su Zaragoza natal, pero a veces la joven sentía que iba a ser tragada por aquel maremágnum de gente, ruido y alboroto que poblaba las calles y avenidas más transitadas y turísticas de la capital. 




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