Aquella cálida mañana de finales de invierno, el joven Francisco Díez de Sanmillán caminaba nervioso de un lado a otro de la habitación de su residencia. La primavera estaba ya a la vuelta de la esquina, pero en un Madrid oculto bajo una perenne boina de contaminación, la temperatura siempre era más elevada de lo que debía, más cuanto más se aproximaban las ansiadas estaciones cálidas. Aquel ocho de marzo, en particular, al otro lado de la ventana de su dormitorio en el colegio mayor Hijos de la Pureza apenas se veía moverse una hoja de árbol mecida por la brisa, a la vez que el cielo lucía azul y despejado.
—Como sigas así te traigo una jaula, Paquito.
Al escuchar aquella suave imprecación sin maldad, el aludido se giró como si lo hubieran pinchado para encarar al emisor: su compañero de cuarto. Este se encontraba sentado frente a su pequeño escritorio, con un montón de apuntes desparramados por encima, aunque el dibujo en el que estaba trabajando demostraba que en ese momento no estaba precisamente estudiando. Tampoco había levantado la cabeza ni por un instante para hablar y por ello no vio el ceño algo fruncido del interpelado.
—¿Qué dices tú? —le preguntó este, sin acritud, casi con un punto de diversión.
El otro chico se encogió de hombros como primera respuesta, antes de levantar sus ojos hacia él. Los tenía de un curioso tono jaspeado, como si fueran dos piedras de jade moteadas de marrón.
—No sé, pero si estás dando vueltas como un gato enjaulado por todo el cuarto, al menos que tengas el set completo —comentó, con apenas un deje de inocente burla.
Francisco, o Fran como le conocía la mayoría de la gente, hizo una mueca que seguía el humor de su interlocutor.
—Muy gracioso, Beni —gruñó, sin enfado.
El aludido, por su parte, volteó sus ojos verdosos hacia el techo antes de sacudir su corto y crespo cabello de color rubio ceniza.
—Relájate, joder, que sólo son tus padres y por si acaso hemos dejado la habitación como los chorros del oro —arguyó, retomando su labor artística con despreocupación al tiempo que hablaba—. No tienes de qué preocuparte.
Fran tragó saliva.
—Esta vez viene Lorena —musitó, reflexivo.
Ante aquello, Beni volvió a alzar su pálido rostro hacia él y lo encaró con curiosidad.
—¿Tu hermana melliza? —preguntó, sin alzar la voz.
—Sí —repuso Fran, en el mismo tono.
Por su parte, el gesto de Beni se relajó de inmediato e hizo un gesto displicente con los hombros mientras giraba la silla en su dirección.
—Coño, pues yo que tú me alegraría ¿no? —preguntó, jovial—. ¿No me dijiste que estabais muy unidos?
Fran esbozó una sonrisa involuntaria.
—Sí, y quizá por eso estoy nervioso —reconoció, mirándolo a su vez—. Llevo sin verla casi desde Navidad, con la tontería.
Beni, por su lado, mostró una sonrisa confiada.
—Todo irá bien, estoy seguro.
Fran estuvo tentado de sacudir la cabeza con indecisión, pero en el fondo sabía que su compañero tenía razón. Así, cuando por fin claudicó con un leve asentimiento y media sonrisa camarada, el otro joven le devolvió el gesto antes de girarse para retomar su tarea artística.
Beni era un año mayor, estudiaba Arquitectura y provenía de una familia de clase media en las afueras de Valladolid. Tras la partida de su primer compañero de cuarto, Fran había ocupado su lugar justo a tiempo para comenzar el curso. A pesar de llevar solo seis meses conviviendo, los dos chicos habían congeniado rápidamente y Fran consideraba que habían desarrollado una relación cercana, casi fraternal. Aunque cada uno tenía sus propias amistades en la facultad, Fran empezaba a ver a Beni como su mejor amigo en Madrid y sentía que era mutuo.
En ese instante, su móvil vibró y un extraño nudo se adueñó de su estómago al ver la pantalla.
—Son ellos, ya están aquí —susurró Fran.
—Venga, tira para abajo y luego me cuentas —respondió su amigo, sin despegar la vista del dibujo en el que estaba concentrado.
Fran suspiró, resignado a no retrasar lo inevitable más tiempo.
—¿Te veo luego? —preguntó, sabiendo la respuesta de antemano.
Beni alzó apenas la barbilla para enviarle un gesto amistoso, con un brillo de confianza en sus ojos verdes.
—Claro. Pásalo bien —dijo, alegre. A medida que Fran salía del dormitorio, todavía pudo escuchar a Beni gritar desde dentro—: ¡Ah, y diles hola a tus padres de mi parte!
***
A Lorena Díez de Sanmillán Martín siempre le había fascinado Madrid. No porque fuera la capital de España, sino por lo grandiosa que siempre había escuchado y sentido que era. Tampoco es que hubieran bajado muchas veces desde su Zaragoza natal, pero a veces la joven sentía que iba a ser tragada por aquel maremágnum de gente, ruido y alboroto que poblaba las calles y avenidas más transitadas y turísticas de la capital.
En esta ocasión, en cambio, el coche pareció adentrarse por una zona mucho más tranquila. No se veían juerguistas, gente paseando o haciendo fotografías; de hecho, lo primero que pensó Lorena al ver los primeros colegios mayores y residencias de la Ciudad Universitaria madrileña fue que eran bastante sosos y anodinos. La mayoría de ellos tenían muros de hormigón, a veces de ladrillo visto o de escayola pintada de pálidos colores. Sin quererlo, una parte de ella pensó sin remedio que prefería mil veces la elegancia del centro de Zaragoza y los alrededores de la imponente Basílica del Pilar para recorrer en su día a día que un sitio tan insulso como aquel.
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Editado: 19.11.2024