La noche estaba clara, sin una nube que perturbase un cielo magnífico a ojos de Lorena. Se encontraba asomada a la ventana de su dormitorio de Zaragoza, vestida de fiesta y lista para salir con su novio a comerse la noche como solían hacer los fines de semana que podían estar juntos. Al salir por el portal unos minutos después, de entrada no lo vio y se preocupó. Pero todo temor se diluyó cuando unos dedos suaves rozaron su muñeca y le hicieron girarse.
—Lorenita, mi reina —susurró Víctor, con aquella maravillosa sonrisa bajo la barba recortada con esmero y sus ojos oscuros clavados en los de ella.
Lorena se acercó para dejarse abrazar y besar sin pega, deseando que el momento no terminase jamás. Cuando él le ofreció el brazo, ella lo sujetó con recato y se dejó conducir por las calles de la ciudad hasta su destino. La sala de fiestas estaba en pleno apogeo, con luces, música y gente revoloteando por todas las esquinas. Lorena se adelantó unos pasos, soltando a Víctor por un segundo, para admirar el espectáculo en todo su esplendor. Sin embargo, cuando se giró para llamarlo y que se uniese a ella, la escena que se mostró ante sus ojos la dejó congelada en el sitio.
—Hola, Lorena —susurró su amiga Elena, firmemente aferrada por el brazo de Víctor en torno a su cintura—. ¿Te unes?
—Eso —susurró Mariola, dejando apenas de lamer el lóbulo de la oreja a su novio—. Vente con nosotros y disfruta.
Lorena jadeó, pero se sentía incapaz de moverse. Menos aún cuando vio la sonrisa encantada que le dirigía aquel al que había jurado amor eterno hacía no demasiado tiempo y con el que esperaba pasar el resto de su vida.
—Vamos, mi reina, no te pongas así —la regañó él entonces, con lo que parecía medio puchero cargado de falsedad—. Sabías que esto podía pasar.
La aludida notó cómo su respiración se aceleraba. No podía, no quería creerlo... No era posible; pero sólo pudo gritar cuando comprobó que la escena parecía muy real, más de lo que su cuerpo podía soportar. Se tapó la cara con las manos y aulló su desesperación sin importarle siquiera las risas de Víctor y sus supuestas amigas unos metros más allá.
Tras abrir los ojos, Lorena se incorporó de golpe en la cama gimiendo y jadeando como una locomotora vieja. Tenía el pijama empapado en sudor, el pulso a mil por hora y partes de su cuerpo contraídas de tal forma que casi le hicieron sentirse avergonzada consigo misma. Por un instante, había creído estar de vuelta en Zaragoza, con Víctor, reviviendo el momento en que había descubierto su engaño tras dos años de relación. Para bien o para mal, sólo había sido una pesadilla, pero la joven enseguida notó cómo su cuerpo se relajaba con una convulsión acompañada por un intenso sollozo.
«No lo he dejado atrás, está claro», se lamentó en su mente.
Tratando por todos los medios de serenar su respiración y que su llanto no subiese de volumen lo suficiente como para escucharse al otro lado de la pared. No obstante, cuando las lágrimas remitieron apenas, se dejó caer sobre el colchón y alargó la mano hacia la mesilla para mirar la hora con desidia en el móvil. Como de costumbre, aquel miércoles también había quedado para entrenar con Beni en cuarenta y cinco minutos, más o menos: así que era demasiado temprano como para levantarse, pero también muy tarde como para dormirse de nuevo.
«Mierda», maldijo, sin abrir la boca, incorporándose para sentarse en el borde de la cama.
Si tenía que escoger, prefería levantarse y llegar antes al gimnasio que quedarse entre las sábanas y arriesgarse a tener otra pesadilla sobre su pasado. Quizá, reflexionó, sus sueños tenían que ver con que las fiestas del Pilar estaban a la vuelta de la esquina y por primera vez en semanas se sentía sin fuerzas para volver a su ciudad(4).
«Sólo es mi subconsciente haciendo de las suyas», se convenció.
Así, se dirigió con pereza al baño, se aseó y se recogió el pelo en una cola de caballo. Después, se vistió de deporte con unas mallas ajustadas hasta la rodilla, un top ceñido y una camiseta suelta de tirantes; se enfundó las deportivas y se encaminó hacia la cocina con el móvil en la mano.
Mientras se hacía un café, casi por propia inercia le escribió un rápido mensaje a Beni para decirle que ya estaba despierta e iría enseguida al gimnasio. No hizo siquiera amago de invitarlo a ir antes de tiempo; casi como si fuera un acuerdo tácito silencioso, desde el primer día había quedado claro que el ir juntos era una cuestión más de colegueo que de hacer lo mismo o estar siguiéndose de máquina en máquina. Hernán se había disculpado una y mil veces tras el incidente de las clases, más todavía después de aguantar varios minutos de chanza por parte de Beni tras salir aquel día del gimnasio, pero su compañera prefería no tenérselo en cuenta. El gallego era muy buen chico, aunque fuese algo despistado a veces.
Por otro lado, cuando se lo contaron a Fran, a Lorena le pareció que su mellizo apenas hacía medio gesto vago cuando dijo que ella iría con Beni a partir de ahora. A la joven le tranquilizaba mucho aquella actitud, pero no iba a arriesgarse por nada del mundo a que eso cambiara. De hecho, la chica pensaba a veces que si fueran pareja, quizá sí que estarían todo el día yendo de la mano a hacer los mismos ejercicios como hacían otros dúos que se veían en la sala de tanto en cuanto. Sin embargo, ese mismo pensamiento le despertaba tal velocidad en la sangre que lo descartaba con rudeza apenas un instante después de que surgiera. Era el mejor amigo de su hermano, "ellos dos" eran amigos y ella se sentía cómoda con él como una forma de entrar en la dinámica madrileña y distanciarse del dolor que dejó en Zaragoza. Eso era todo.
En efecto, cuando llegó al BodyFit, incluso en la tenue luz del amanecer pudo ver que la puerta estaba desierta; en el interior, apenas dos o tres madrugadores como ella empezaban sus rutinas de ejercicio físico bajo la estridente luz de los fluorescentes, casi violenta en contraste con el exterior. Sin embargo, Lorena enseguida se hizo a ello mientras se adentraba por los tornos y se dirigía a la taquilla más cercana para dejar su mochila.
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Editado: 19.11.2024