Cuando baje el sol de enero (estaciones #1)

24. Recordando el beso

La joven avanzaba muy despacio, arrastrándose apenas sobre el asiento. En cuanto empezó a moverse, Beni bajó la mirada y la posó sobre ella, sin cambiar de expresión. No parecía enfadado, sino más bien curioso, como si quisiera adivinar qué tenía en mente.

En el instante en que los costados de sus abrigos se rozaron, Beni movió con lentitud la mano izquierda hasta rodear sus hombros. Sus dedos se apoyaron sobre la manga de la trenca con aparente inocencia. Lorena suspiró, tratando de apaciguar los latidos desbocados de su corazón y queriendo creer que aquello era el símbolo silencioso de una tregua definitiva. Entonces se dejó acoger y apoyó la cabeza sobre la fina tela del plumífero de él.

Lo que no esperaba era que, justo en ese instante, Beni girara apenas la barbilla y le depositara un suave beso sobre el nacimiento del pelo.

Lorena se estremeció y jadeó, sorprendida, un segundo antes de alzar el rostro y encontrar su mirada. Cuando descubrió que los ojos de Beni reflejaban un deseo tan intenso como el suyo, no lo dudó. Se irguió otro par de centímetros y levantó una mano temblorosa en dirección a su mentón. Para su alivio, él no se apartó. Al contrario, también se inclinó hacia ella y acercó los dedos con suavidad hasta acunar su rostro.

En cuanto sus labios se rozaron, ambos soltaron un jadeo casi sincronizado. Y entonces Beni la abrazó con más fuerza, fundiéndola contra sí. Sus besos, primero tímidos, se volvieron dulces y urgentes en apenas un suspiro. Lorena le echó los brazos al cuello, deseando que aquel momento no se acabara nunca, con el alma gritando de puro júbilo. Más aún cuando él la estrechó con tal intensidad que, por pura inercia, terminó sentada a horcajadas sobre su cuerpo sin que sus bocas se separaran ni un instante.

Los besos que compartían eran tan intensos que el mundo se desdibujó a su alrededor. Solo existían ellos y ese baile de bocas que parecía eterno, aunque el tiempo real fuese escaso. Finalmente, sus rostros se separaron apenas, y Lorena comprobó que ella no era la única que tenía ligera humedad sobre las pestañas.

—¿Estás llorando? —preguntó, sin saber si reír o echarse a llorar con él.

Beni optó por lo primero. Soltó momentáneamente su cintura y se pasó el dorso de una mano por los párpados.

—Eso parece… —ironizó, sorbiendo—. O igual se me ha metido algo en el ojo, vete a saber…

Lorena soltó una risa que le salió sola, casi sin esfuerzo, por primera vez en semanas.

—¿Dónde quedó eso de que “los chicos no lloran”? —lo provocó, burlona.

—Bah, eso es una leyenda urbana —repuso él, echándose a reír con ella. Luego volvió a abrazarla, más fuerte, y unió sus frentes con ternura, cerrando los ojos—. Joder, Lorena —susurró con la voz quebrada de emoción—, cuánto te he echado de menos…

Ella lo imitó, negando suavemente con la cabeza, sin despegarse ni un milímetro del hombre que, en apenas cuatro meses, le había devuelto las ganas de amar y al que no pensaba volver a dejar escapar.

—Yo también a ti, Beni —susurró, con el corazón latiéndole a flor de piel—. Estas navidades creí que iba a volverme loca…

—Quiero que seas feliz, Lorena —dijo él entonces, mirándola de frente—. No quiero que vuelvas a llorar por mi culpa. Bueno… ni por la de nadie, qué coño —añadió, arrancándole otra risita emocionada.

—Lo mismo digo. Y eso que es la primera vez que veo a un hombre llorar por mí —musitó ella, entre sarcástica y profundamente enamorada—. Quiero estar contigo.

No había llegado a pronunciar las palabras mágicas, aunque por un instante estuvo tentada de hacerlo. Su conversación anterior había dejado entrever que el sentimiento era mutuo, pero, pese a todo, Lorena quería ir poco a poco.

Beni, por su parte, tras aquel tierno intercambio, se limitó a sonreír con amplitud antes de volver a atraparla en un beso dulce. Lorena olvidó de inmediato cualquier reflexión, y los dos recién reconciliados pasaron otro par de minutos descubriendo sin resistencia los secretos de la boca del otro.

Por desgracia —como si se repitiera la escena de cuando se declararon por primera vez dos meses antes—, un incómodo gruñido surgió del estómago de Lorena. Esta vez, sin embargo, fue suficiente para que se separara de él y bajara la cabeza con cierta vergüenza.

—¿Qué pasa, Lorena?

Ella dudó antes de hablar.

—Pues… Lo siento, Beni —se disculpó, azorada y sin mirarlo a los ojos—, pero me temo que no he comido nada antes de venir. Los nervios, ya sabes… Y bueno…

Tras un segundo de estupor, él se echó a reír por lo bajo. Luego la desmontó con suavidad de sus rodillas, tomó su mochila y la invitó a echar a andar hacia la salida del parque.

—Vamos, anda, que te acompaño a casa —le dijo, tendiéndole la mano. Ella la tomó enseguida.

—¿Estás seguro? —preguntó Lorena. Al ver que él la miraba con curiosidad, añadió, comedida—. No sé… ¿Tienes que estudiar ¿no?

Para su ligera sorpresa —y esperanza—, Beni esbozó una mueca confiada y asintió sin dudar.

—Sí, no te preocupes. Si hace falta, luego le echo unas horas por la noche y listo.

Lorena frunció los labios, sintiéndose un poco culpable por quitarle tiempo de estudio. Sin embargo, la alegría intensa por tenerlo de nuevo a su lado disolvió cualquier otra emoción. Aceptó su gesto sin más dudas. Además, la sonrisa cariñosa que él le dedicó a continuación fue más que suficiente para que se refugiara bajo su brazo y le pasara el suyo por la cintura, sin reservas.




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