Tras terminar, los amantes permanecieron enlazados sobre las sábanas durante casi un minuto que habrían querido hacer eterno. Jadeantes, ralentizaron sus movimientos con dulzura, muy poco a poco; como si intentaran acompasar sus respiraciones y el frenético latido de sus corazones hasta ser uno solo, sin separarse ni un milímetro.
—¿Cómo estás? —preguntó Beni al cabo de ese tiempo, acariciándole el pelo.
—De putísima madre —repuso ella sin tapujos, antes de reírse con él y juntar sus frentes con mimo—. Me encanta hacer el amor contigo. Y adoro cuando me acaricias así.
—¿Así cómo? —indagó él, interesado.
Lorena sonrió con intención.
—Bueno, ya sabes... —ronroneó—. Hasta hacerme tocar el cielo y eso...
Beni se rio a su vez, con ternura.
—Lo que quieras, ratita, te lo doy —le recordó—. Ya lo sabes.
—Lo sé —aseguró ella, antes de susurrar—: Te quiero, Beni.
Él sonrió más ampliamente antes de besarle la punta de la nariz.
—Y yo te amo, Lorena. No sabes lo feliz que me haces.
Ella se emocionó, besándolo con suavidad durante varios segundos que habría eternizado.
—Y yo a ti, Beni. Muchísimo.
El joven la abrazó con más ganas, gesto que ella imitó con dicha infinita. No obstante, en el momento en que Lorena por fin se separó de él sin violencia para levantarse e ir al baño, ambos se quedaron congelados al escuchar un sonido inesperado al otro lado de la pared.
Tensándose, la joven alzó la cabeza y prestó atención, sintiendo un escalofrío ascender por su espalda cuando a sus oídos llegó un leve murmullo: música, o quizá el sonido ambiente de una serie o película, proveniente con toda probabilidad de la habitación de Hernán. La cuestión era: ¿cuánto tiempo llevaba su compañero de piso en casa… y cuánto habría oído de todo lo que acababa de suceder?
Tras intercambiar una mirada cargada de nerviosismo con su amante —una mirada que lo decía todo—, la zaragozana suspiró y se bajó del colchón con cuidado. Mientras Beni la imitaba, Lorena buscó sus braguitas y su camisón. Una vez vestida, dejando que su amante terminara de ponerse la ropa, la joven abrió con tiento la puerta y asomó la nariz con cautela.
Aparte del murmullo apagado de la música y los diálogos, no se oía ni una mosca en el piso. Aun así, cuando Lorena avanzó algunos pasos y se atrevió a llamar y empujar despacio la puerta del cuarto de su compañero, no supo si reírse o angustiarse al ver confirmadas sus sospechas.
—Anda. Hola, Lore —saludó con desparpajo un Hernán tirado en su cama con indolencia, el portátil en el escritorio y él ocupado con el móvil—. ¿Qué tal la noche pasada?
La joven se humedeció los labios, sin saber muy bien cómo salir del paso ni si su compañero se habría enterado de más cosas de la cuenta.
—Bien, bien… La verdad es que todo salió redondo —repuso con naturalidad forzada—. ¿Y tú?
El gallego se encogió de hombros.
—Interesante, por decirlo de alguna forma —contestó, críptico. Al menos antes de señalar hacia ella y hacer un gesto vago con la mano—. Por cierto, dile a Beni que puede saludar también, que no le voy a morder.
Por supuesto, Lorena se quedó rígida ante el comentario y palideció intensamente.
—¿Cómo…? ¿Qué…? —balbuceó, sin saber cómo salir airosa del trance y tratando de evitar por todos los medios el incómodo pensamiento de que, en efecto, Hernán los había pillado—. ¿Beni? ¿Qué quieres decir? —repuso al fin, entrecortada, haciendo una mueca como si él estuviera imaginando cosas.
Por supuesto, debía haber sabido que la jugada no iba a salirle bien, sobre todo al ver la ceja enarcada y la media sonrisa cargada de sorna que le dedicó su compañero.
—Lorena, por Dios… si se te oía gemir su nombre desde la escalera.
Si las palabras pudiesen petrificar, en ese instante la joven castaña se habría convertido en una bonita y perpleja estatua a tamaño natural. Además, el hecho de oír una risa apenas contenida a su espalda le indicó que su amante también había salido al pasillo y estaba escuchando la conversación. Por suerte o por desgracia, aquellas palabras surtieron el mágico efecto de hacer que el propio Beni asomara la cabeza con expresión culpable por detrás de la jamba derecha de la puerta, aún sin camiseta e ignorando el rostro contraído de tensión de Lorena.
—¡Hernán! —saludó, natural, como si la situación no fuera en absoluto incómoda—. ¿Qué tal? Cuánto tiempo…
El aludido respondió con idéntica tranquilidad:
—¿Qué hay, Beni?
La única participante femenina en la escena, por su parte, se sentía tan abochornada que no sabía ni dónde meterse. Así que, tras un par de segundos de tenso silencio entre los dos chicos, optó por escabullirse de nuevo a su habitación y correr al baño para asearse e intentar pensar con claridad.
Una vez a puerta cerrada, hizo sus abluciones como todas las mañanas: se dio una ducha ligera para relajarse y eliminar el sudor y los restos de sexo de aquella maravillosa noche, se recogió el pelo en un moño suelto y salió del dormitorio en pantalón de chándal y camiseta como única vestimenta.
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Editado: 03.06.2025