Cuando baje el sol de enero (estaciones #1)

31. Se me olvidó

Aquel sábado, un Beni más nervioso que nunca aparcó de milagro en un hueco cerca de la casa de Lorena y Fran. Mientras enviaba un rápido mensaje a su novia para que bajase, el gigantón no podía dejar de pensar en lo que iba a suceder aquel día. No era que le preocupara llevar a Lorena a la hípica a ver a su recién llegada yegua, desde luego. Ni siquiera el hecho en sí de reencontrarse con Hortensia y Paco tras tantos meses... Lo que ocurría era que, ahora, las circunstancias entre él y la hija de los susodichos eran muy distintas a la última vez.

Y, aunque siempre había contado con la confianza de ellos como amigo de Fran, algo en su interior temblaba ante la perspectiva de presentarse ahora como algo más. De repente, millones de dudas se agolpaban en su mente: ¿y si no aceptaban que saliera con Lorena, por la razón que fuera? ¿Y si creían que estaba cruzando una línea que no debía? ¿Y si tenían la misma mentalidad sobreprotectora que había demostrado Fran cuando ella llegó a Madrid?

Beni no tenía respuestas. Y, para colmo de males, su mejor amigo había decidido quedarse en casa ese día y ver a sus padres más tarde, cuando bajaran a cenar y dormir a la capital. Así que Lorena y él estarían solos con los señores Díez de Sanmillán Martín.

Resoplando, el gigantón intentó distraerse con el móvil mientras esperaba, sin demasiado éxito. De hecho, nada ayudó más a disipar sus nervios que la aparición de la chica justo en ese instante ante el portal de su edificio.

En esta ocasión, Beni notó con agrado cómo el corazón le daba un pequeño vuelco al contemplar su menuda y estilizada figura buscándolo con la mirada. Al localizar el coche, ella sonrió de esa manera que le robaba la respiración, antes de trotar con alegría en su dirección. A tiempo, el chico reprimió el traicionero pensamiento sobre el efecto de los ajustados pantalones de montar en su anatomía, y le devolvió la sonrisa con calidez justo cuando ella abría la puerta:

—Hola, ya estoy aquí —anunció Lorena, alegre.

—Buenos días —repuso Beni en el mismo tono, aceptando sin pega el pequeño beso de saludo—. ¿Llevas todo?

—Sí —aseguró ella, mientras acomodaba la mochila entre las rodillas y se abrochaba el cinturón, sin poder evitar un gesto cargado de dulce ansiedad—. También es cierto que mis padres traen lo que me falta este fin de semana, pero… Ya sabes, por si acaso…

Beni asintió y sonrió, comprensivo. Sabía a qué se refería. Además de la anticipada llegada de la famosa “Mégara”, el plan era pasar al menos la mañana en el picadero mientras acomodaban al animal en su box... y el joven era lo suficientemente perspicaz como para intuir que eso podía no ser lo único que Lorena deseaba hacer con aquella ocasión de oro. Aunque casi no hubieran hablado de ello, a él desde luego no le importaba mientras estuviera cerca de ella.

—Por cierto... —murmuró al poco de arrancar, captando su atención.

—Dime —lo animó ella, al notar que no continuaba enseguida.

Beni se sintió invadido por una súbita timidez antes de agregar:

—Estás muy guapa con ese conjunto, que lo sepas.

Al principio —y en su cabeza— le había sonado mucho más natural. Sin embargo, los nervios y el temor interno a decir alguna inconveniencia con ella habían conseguido que pareciera un adolescente primerizo más que nunca. Aun así, y como debió suponer, Lorena enrojeció intensamente, bajando la cabeza con pudor para darle las gracias.

Beni ya conocía ese gesto: era su forma de fingir que se interesaba por el móvil, intentando camuflar el rojo intenso de su rostro tras su larga cabellera castaña. Pero esta vez no tuvo suerte: se la había recogido en una trenza, y sus mejillas sonrosadas quedaban totalmente visibles. Aun así, él no hizo la menor alusión mientras Lorena añadía:

—Lo cierto es que… me lo traje cuando supe que había hípicas en Madrid, pero entre unas cosas y otras todavía no había podido volver a usar estos pantalones… —comentó, comedida, mirándolo apenas de reojo.

—Te quedan muy bien —insistió él con una sonrisa, mientras salían de Madrid por la A6—. Además, siendo honestos, con el trasero que te hacen, puedes ponértelos todas las veces que quieras… —agregó con mordacidad, provocando que ella botara en el asiento.

—¡Beni! —lo regañó, abochornada.

Él rió casi sin querer. Cierto que esta vez no había podido contener el comentario, pero no por eso dejaba de ser sincero.

—¿Qué? Las cosas como son… —se defendió, risueño—. Tienes un cuerpo precioso, ratita —añadió, poniéndose un poco más serio—. Y al que diga lo contrario, le atizo.

—Beni, por favor. ¿Tú quieres que hoy me dé algo, verdad? —rio Lorena, claramente halagada.

Nah, eso me lo guardo para cuando estemos a solas… —bromeó él, girándose un instante para dedicarle un gesto con las cejas cargado de intenciones.

Lorena estalló en una risa suave, con las mejillas de un rojo nuclear, antes de sacudir la cabeza y volver el rostro hacia la ventanilla.

—Tonto… —le reprochó sin maldad.

Beni también rió, pero no insistió. No le hizo falta. Sobre todo cuando ella añadió, tras un breve silencio:

—Por cierto, tú también estás muy guapo hoy.

Ahí fue el turno de él de enrojecer. Para bien o para mal, la idea de ver a los padres de Lorena como algo más que “el amigo de Fran” también había influido en su vestuario: vaqueros oscuros nuevos, deportivas de paseo, polo y un jersey fino, en vez de su habitual camiseta con sobrecamisa o sudadera.




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