Cuando baje el sol de enero (estaciones #1)

32. La chispa

Lorena se sentía volar a lomos de su yegua, con el suave y frío aire preprimaveral azotándole el rostro y una sonrisa pintada en los labios que se le antojaba imposible de borrar. Mégara y ella se entendían tan bien como siempre, a pesar de los meses, y la yegua no rehusó ni uno solo de los saltos que le pidió. No había demasiados obstáculos montados en aquella pista tan pequeña, pero la joven se sentía tan bien, tan libre, que no le habría importado repetir cada uno cien veces con tal de no tener que bajarse de su adorada compañera.

Sus padres habían llegado al graderío y se habían sentado junto a Beni apenas quince minutos después de que el dúo entrara en la pista, pero Lorena apenas les había prestado atención en todo ese rato. No obstante, para su desazón, el sueño terminó apenas media hora después.

Remo apareció por la gran portada haciendo señas con los brazos, lo que obligó a la amazona a frenar poco a poco a su yegua y acercarse al paso.

—¿Qué ocurre? —preguntó la joven.

El mozo sonrió con amabilidad y se frotó las manos.

—Perdón por interrumpir, pero quería informarle de que el box ya está preparado para que Mégara pueda instalarse. Cuando usted quiera —agregó, percibiendo sin duda la ligera decepción en el rostro de la chica.

—Perfecto, así aprovechamos para ir a comer —declaró entonces Hortensia, apareciendo por un lateral del suelo arenoso.

Como si la llegada de Remo hubiera sido una señal, los acompañantes de Lorena se levantaron enseguida y se acercaron también a la puerta para saber qué pasaba. Tras apenas un segundo de duda —en el que todo su ser se resistió a desmontar—, la joven terminó por claudicar y descendió de la silla con agilidad, quitándose el casco nada más tocar tierra firme para encarar al mozo de cuadras.

—¿Todo listo? —preguntó él.

La chica no respondió enseguida; en su lugar, miró a su familia.

—Voy a dejar a Meg en la cuadra, ¿vale? —indicó.

—Claro. Nosotros vamos a ir cogiendo sitio en el restaurante de la hípica —respondió su padre, sonriendo con algo que parecía cierta comprensión—. ¿De acuerdo?

Lorena asintió, no sin una pizca de desazón, a pesar de que sabía que había llegado el momento de separarse de Mégara hasta la próxima vez. Solo entonces cruzó una mirada con Beni y se relajó al ver su gesto cómplice y el guiño que le dedicaba. Así, tras coger a la yegua por las riendas y premiarla por su buena actuación, la joven dio la espalda a sus seres queridos y siguió obediente al mozo, en dirección a la zona de alojamiento de los equinos.

Como en casi todas las instalaciones que conocía, se trataba de una nave amplia y alargada, con puertas dobles de madera y metal a ambos lados del pasillo central. La mayoría de los boxes estaban ocupados, y muchas cabezas alargadas se asomaban con curiosidad para observar a la recién llegada. Lorena, sin embargo, curtida en ese tipo de situaciones, se esforzó por mantenerse en el centro del corredor en todo momento.

Cuando Remo alcanzó la puerta asignada a Mégara —situada en una zona tan limpia como el resto y encajada entre dos ventanales—, la joven no dudó en animar a la yegua a entrar sin prisa en el que sería su nuevo hogar.

El box era bastante amplio —unos dos metros y medio por dos— y el serrín del suelo olía fresco y limpio. En una esquina colgaba una red llena de heno que hizo relinchar a Mégara nada más verla; se acercó de inmediato para mordisquearla. Remo informó a Lorena entonces de que la ración de avena se la darían en un par de horas, cuando la yegua estuviese completamente acomodada y tranquila. Después, la dejó sola.

Entonces, Lorena cerró la puerta tras de sí y sacó de la mochila una serie de utensilios que había cogido del coche cuando fueron a por los arreos. Con precisión y experiencia, se dedicó a quitarle la silla y las riendas a Mégara. Luego tomó un cepillo ancho y comenzó a pasarlo con movimientos firmes por el dorso, la grupa y los costados. Por último, cogió otro peine, más alargado, y se centró con meticulosidad en las crines y la cola.

—Ah, así que aquí está mi amazona preferida.

Lorena dio un pequeño bote, sorprendida por aquella voz grave e inesperada a su espalda, pero se relajó de inmediato al girarse y ver la sonrisa sincera en los labios de su novio. No lo había oído llegar, pero su actitud, recostado con calma sobre la puerta inferior de la cuadra, era completamente relajada. Lorena no pudo evitar devolverle la sonrisa con cierta sorna.

—¿Qué dices tú?

El gigantón se encogió de hombros.

—Bueno, me imaginaba que montabas bien, pero reconozco que me has dejado con la boca abierta —admitió, sin dejar de mirarla con intención—. Eres increíble.

Lorena se sonrojó todavía más mientras terminaba de cepillar a Mégara y guardaba los utensilios en su bolsa, evitando mirar directamente a su novio. Si lo hacía en ese momento, temía ser capaz de cometer una locura allí mismo. Aun así, cuando por fin terminó y salió del box, se quedó un momento contemplando a su yegua mientras esta comía, con la mirada perdida en sus pensamientos.

Tampoco se opuso cuando Beni le rodeó la cintura con un brazo casto y amoroso, acompañando en silencio la dirección de su mirada.

—Eh. ¿Estás bien, ratita? —preguntó, solícito.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.