Cuando baje el sol de enero (estaciones #1)

33. No estamos tan locos

—Madre mía…

Lorena agachó la barbilla ante el jadeo incrédulo de una Laura apenas asomada por la cortina del probador, para que nadie más pudiera ver lo que sucedía dentro.

—¿Lo ves bien, entonces? —preguntó, no sin cierta timidez natural.

El gesto de su amiga, sacudiendo las manos en el aire, fue de lo más elocuente antes de volver a hablar:

—¿“Bien”, dice…? —resopló, sin una pizca de burla—. Con ese cuerpo y ese conjunto, nena, lo raro va a ser que a Beni no le dé un desmayo cuando se le baje toda la sangre a…

—¡Hala, Laura, qué bruta eres! —rió Lorena, escandalizada sólo a medias por aquel comentario sin maldad.

Aun así, acto seguido se giró despacio dentro del pequeño cubículo y echó otro vistazo al espejo con atención. Tras la petición del día anterior de Lorena para que la acompañase de compras, ese mismo domingo Laura le había propuesto ir a un centro comercial más apartado del centro de la capital; sobre todo, para evitar cruzarse con Beni por sorpresa y arruinar el regalo que la nerviosa novia tenía en mente.

Y lo cierto era que, viéndolo en frío, se sentía más sensual que nunca con aquel sujetador push-up de encaje y el tanga a juego. Aparte de que, como había anticipado Laura, la joven no podía dejar de imaginar el momento de mostrárselo a su novio la noche de su cumpleaños.

—Pues creo que me voy a llevar este… —decretó finalmente, tras girarse un par de veces frente al espejo y confirmar que era perfecto para sus planes.

—Te diría que es todo un acierto. Y el color te encaja —corroboró Laura, asintiendo con una sonrisa cómplice—. Va a ser una noche redonda, ya te lo digo yo…

Lorena rió por lo bajo, sintiendo sus mejillas arder igualmente, antes de indicarle en silencio que quería cambiarse de nuevo a su ropa normal. Su amiga, como esperaba, obedeció sin poner objeciones.

Cinco minutos después, las dos amigas caminaban cogidas del brazo en dirección a la caja, riendo con picardía sólo de imaginar la ansiada cena de cumpleaños del sábado siguiente. Laura le rogó, al menos cincuenta veces, que la mantuviera informada de todo lo que pasara, y Lorena prometió hacer lo posible, riéndose como hacía tiempo que no lo lograba.

Tras pagar y salir de la tienda, se encaminaron hacia un Vips: una de sus cadenas de restauración favoritas, que Laura había descubierto para su amiga en los últimos meses como el sitio perfecto para merendar y cotillear durante horas sin que nadie las molestara.

—Bueno, entonces… Entiendo que con Beni va todo de lujo, ¿no? —preguntó Laura.

Ya estaban sentadas en uno de los clásicos reservados con sofá rojo del restaurante y, sin apenas mirar la carta, pidieron dos capuchinos y dos platos de tortitas con nata y sirope de fresa. Lorena asintió con energía, con una expresión soñadora como primera respuesta.

—Desde luego. Ayer, además, estuvimos con mis padres, que trajeron a mi yegua a la hípica de Cercedilla, y todo fue genial. Están encantados con Beni.

—Hombre, si me dices que ya les caía bien como amigo de tu hermano… Imagino que el chico ya llevaba puntos de serie —bromeó Laura.

Lorena rió y lo confirmó, recordando sin poder evitarlo la conversación con Beni en el coche aquella misma mañana. Todo le parecía un sueño, y casi no quería creerse que, en efecto, sus padres estuvieran felices con su relación. Habían pasado tanto miedo y sufrimiento por ella después de lo de Víctor…

—¡¿Qué haces tú aquí con mi mujer, payaso?!

Aquel repentino grito resonó como un latigazo en la tranquilidad del restaurante, haciendo que ambas amigas saltaran en el sitio justo cuando el solícito camarero llegaba con su pedido y lo dejaba sobre la mesa. De milagro, el joven de tez oscura consiguió depositar los dos platos y las jarritas de sirope sin que se le cayera nada, antes de girarse también hacia el lugar del aparente altercado.

Un hombre y una mujer estaban sentados en una mesa muy similar a la de Lorena y Laura, a apenas dos líneas de comensales y al otro lado de una división semiacristalada, a través de la cual se veía y se oía la escena sin problemas. Frente a ellos, con expresión desencajada, se encontraba otro hombre de cabello oscuro, barba corta y arreglada, y ojos claros que los miraba con gesto crispado.

—Pero… ¿se puede saber quién eres tú? —le espetó entonces el otro hombre, claramente atónito.

—Toni. ¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó la mujer, con un tono asustado, aunque no lo bastante bajo como para que no se escuchara en todo el restaurante.

—¿Cómo que “qué hago aquí”? ¡Si tú me habías dicho que salías con unas amigas! —repuso el supuesto tercero en discordia, incrédulo, antes de señalar al acompañante sin tapujos—. ¿Y quién es este?

—Toni, baja la voz, te lo puedo explicar… —suplicó la mujer.

—Bea… ¿Lo conoces? —inquirió el hombre que estaba sentado, en un tono que indicaba que él tampoco entendía nada de lo que estaba ocurriendo.

La aludida parecía no saber dónde meterse, y los miraba alternativamente a los dos. Al menos hasta que pareció tomar una decisión. Se levantó, enfrentó a Toni y declaró:

—Mira, cariño, no quería decirte nada todavía, pero si quieres saberlo… lo nuestro se ha acabado. Quiero el divorcio. —Y añadió, señalando al acompañante e ignorando la expresión desencajada del que parecía su marido—: Este es Lucas, y quiero estar sólo con él a partir de ahora. Lo siento, pero es así.




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