Cuando brillen las estrellas

Capítulo 2

El sol apareció tímido al día siguiente, como si supiera que algo importante estaba en juego. Amelia abrió los ojos antes de que sonara el despertador. Durante toda la noche, su mente había girado como un carrusel sin fin: la carta, el niño, sus palabras extrañas, la mirada profunda, la certeza con la que hablaba… y la ternura. Esa ternura desarmante que se le había metido en el pecho como una semilla.

Liam dormía en el sofá, abrazado a un peluche que Amelia ni siquiera recordaba haberle dado. Uno de esos ositos olvidados en la caja de juguetes del aula, seguramente. Tenía los labios entreabiertos y las pestañas largas descansando sobre las mejillas. Su carita, redonda y serena, parecía la de un angelito. Y sin embargo, algo en él no era normal. No en el mal sentido… sino en el mágico.

Amelia lo observó unos minutos, sin hacer ruido. Luego fue a preparar el desayuno.

Unos minutos después, escuchó pasitos descalzos sobre el piso de madera.

—¿Huele a pan con mantequilla? —preguntó Liam, entrando con el cabello despeinado y la pijama algo caída del hombro.

Amelia se giró con una sonrisa.

—Sí. Y a leche caliente con miel. ¿Te gusta?

Liam asintió con entusiasmo. Trepó a una de las sillas de la cocina y se sentó con las piernas colgando. Movía los pies de un lado a otro como si marcara un ritmo invisible.

—¿Dormiste bien? —preguntó ella, sirviendo la leche.

—Sí… soñé con el árbol.

—¿Qué árbol?

—El del cielo. Tiene ramas de luz. Allí viven las estrellas cuando descansan.

Amelia se detuvo. No sabía si reír, abrazarlo o preocuparse. Ese niño tenía una forma de hablar que parecía sacada de un cuento antiguo.

—¿Y qué hacías tú en ese árbol?

—Nada. Solo escuchaba. A veces no hay que hacer cosas, solo oír.

La maestra se sentó frente a él. Lo miró beber la leche con las dos manos, haciendo un ruidito con cada sorbo. Había algo tan puro en esa escena que le hizo doler el corazón. Porque sabía que ese niño estaba solo. Abandonado. Y no entendía por qué.

(...)

El timbre de la escuela sonó a las ocho en punto. Amelia dejó a Liam en la sala de maestros, con una caja de lápices y hojas para dibujar. Le costó horrores desprenderse de él, incluso por un rato. Quería tenerlo a la vista, asegurarse de que nadie más le hiciera daño. Pero también necesitaba mantener la rutina, evitar el caos entre sus otros alumnos, que ya se amontonaban con sus mochilas enormes y sonrisas desordenadas.

Sin embargo, todo el día estuvo desconcentrada. Cada vez que miraba hacia la puerta, esperaba ver la silueta de Liam. Se preocupaba por si se aburría, si tenía miedo, si extrañaba a su mamá. Pero cuando fue a verlo en el recreo, lo encontró dibujando tranquilamente, cantando en voz baja una melodía sin letra.

—¿Cómo estás? —le preguntó.

—Feliz. El oso se llama Cosmo —dijo, señalando el peluche—. Dice que esta casa huele a nubes.

Amelia sonrió, con el corazón derretido.

—¿Quieres venir conmigo al aula un rato? Te puedo sentar en una esquina con tus colores. Así ves a los demás niños.

Liam asintió. Caminaba con pasos cortos, arrastrando un poco los pies. Llevaba una camiseta demasiado grande para él y un pantalón ajustado con tirantes y zapatos viejos. Amelia lo había vestido con lo poco que encontró entre los objetos perdidos. Aun así, parecía feliz. Como si no necesitara más que eso.

Cuando entraron al aula, los niños se acercaron con curiosidad.

—¿Quién es él? —preguntó Valentina, la más preguntona de la clase.

—Él es Liam. Es un amigo nuevo. Hoy estará con nosotros un rato. Sean amables.

Liam saludó con una manita en alto, sin decir palabra. Algunos niños le sonrieron. Otros lo ignoraron. Pero nadie lo molestó. Amelia lo sentó cerca de la ventana y volvió a su clase de ciencias naturales. Trataba de explicar cómo nacían las plantas, pero su mente estaba en otra parte. Cada tanto, miraba a Liam, que garabateaba estrellas con crayón dorado.

Cuando sonó la campana del almuerzo, todos salieron corriendo. Amelia se quedó recogiendo cuadernos y guardando materiales. De pronto, sintió que algo tiraba de su blusa. Era Liam.

—No quiero irme —susurró.

—No tienes que irte, mi amor —respondió ella, agachándose para quedar a su altura—. Solo iremos a casa un rato. Pero hoy… alguien vendrá a hablar contigo.

—¿Es malo?

—No, no. Es una trabajadora social. Su nombre es Elena. Es buena persona. Quiere ayudarte.

Liam bajó la mirada.

—¿Y si me llevan lejos?

Amelia tragó saliva. Era una posibilidad. No quería mentirle, pero tampoco asustarlo.

—Nadie te va a obligar a nada que no quieras, ¿sí? Yo estaré contigo.

Liam asintió muy despacito. Le tomó la mano, y Amelia sintió una vez más esa corriente de calor. Como si la necesitara. Como si le estuviera diciendo no me sueltes.

(...)

Elena llegó a las cuatro, con una carpeta enorme bajo el brazo y cara de cansancio.

Era una mujer en sus cuarenta, delgada, con el cabello recogido en un moño apretado que dejaba escapar algunos mechones rebeldes. Vestía con un conjunto sobrio y práctico, gafas rectangulares y zapatos bajos. Su rostro, aunque serio, tenía una calidez cansada, como alguien que ha visto demasiado y aún así no ha perdido del todo la fe.

—¿Él es Liam? —preguntó, al ver al niño jugando con bloques en el piso del living.

—Sí. Es muy tranquilo. No ha dicho mucho sobre su familia, pero parece esperar que su madre regrese.

Elena suspiró.

—Es lo que suele pasar. Los abandonos así dejan huecos difíciles de llenar.

Amelia frunció el ceño.

—¿No hay denuncias? ¿Nada?

—Nada. Ya revisamos todas las bases. No hay reportes con su nombre, ni alertas de desaparición. Lo cual me preocupa más. Puede significar muchas cosas. Desde una madre en fuga hasta una identidad falsa.

Amelia sintió que se le helaba el alma. Miró a Liam. Él también la estaba mirando. Como si supiera que hablaban de él.




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