Cuando brillen las estrellas

Capítulo 4

El lunes llegó con una lentitud desconcertante. La ciudad parecía envuelta en una capa de gris. El cielo estaba encapotado y el viento frío se colaba por cada rendija. Amelia se despertó antes de que sonara el despertador. No porque estuviera lista para comenzar el día, sino porque su mente no podía detenerse.

Había pasado gran parte del domingo buscando pistas sobre el pasado de Liam, sin éxito. Y aunque le frustraba no encontrar respuestas, también sabía que debía tener paciencia. A veces, los secretos más profundos no se revelan con búsquedas en internet, sino con tiempo, confianza… y amor.

Liam seguía dormido cuando ella preparó el desayuno. Lo observó en silencio desde la puerta. Tenía una piernita colgando fuera de las cobijas, su peluche Cosmo apretado contra el pecho, y el ceño levemente fruncido, como si soñara algo intenso.

—Liam —susurró mientras se acercaba a la cama—. Es hora de despertar, pequeño.

Él entreabrió los ojos lentamente.

—¿Hoy hay escuela?

—Sí, pero no te preocupes. Es solo medio día. Después puedes jugar y dibujar.

Liam se sentó en la cama. Aún medio dormido, apoyó su cabecita en el hombro de Amelia.

—No quiero ir si tú no vas.

Esa frase, tan pequeña y tan potente, la desarmó.

—Pero si yo también tengo que ir. Solo que no puedo quedarme contigo en el aula de cinco porque enseño a los niños más grandes en otro salón, pero estaré cerca, justo al lado. Cuando termine mis clases, iré por ti. Lo prometo.

Él suspiró, resignado.

—¿Promesa de estrellas?

Amelia parpadeó.

—¿Cómo es eso?

—Las promesas normales se pueden romper. Las de estrellas no. Porque están arriba, vigilando.

—Entonces sí. Promesa de estrellas.

(...)

El trayecto hasta la escuela fue más silencioso que de costumbre. Amelia lo llevaba de la mano, y aunque Liam caminaba sin resistencia, su mirada iba perdida entre las grietas del asfalto y los árboles desnudos del invierno. Algo lo inquietaba. Ella lo sabía.

Cuando llegaron al aula, la maestra se acercó con una sonrisa amable.

—Hola, Liam. Hola, Amelia.

—Buen día, Patricia—respondió Amelia—. ¿Tuvo un buen fin de semana?

—Sí, aunque te confieso que los lunes me cuestan un poco.

Liam no dijo nada. Solo se aferró más a la mano de Amelia. Ella se agachó a su altura.

—Estaré aquí en unas horas. Vamos a preparar una pizza cuando vuelvas, ¿te parece?

Liam asintió con un gesto casi imperceptible.

Pero antes de que pudiera soltarse, le dijo algo al oído.

—Si pasa algo feo hoy… ¿igual vas a venir por mí?

Amelia tragó saliva.

—Sí, Liam. Pase lo que pase.

Él se fue sin mirar atrás, pero Amelia sintió que le dejaba un trozo del corazón colgando en esa aula.

(...)

En su salón, Amelia no podía concentrarse. Las tareas se acumulaba en su escritorio, los alumnos no respondían correctamente, y sin embargo, todo lo que podía pensar era en ese pequeño ser que le había preguntado si ella vendría por él incluso en medio del miedo.

¿Por qué un niño de cinco años pensaba que algo malo podía pasarle incluso en un lugar como la escuela?

Llamó a Elena durante su hora del café.

—¿Pasa algo, Amelia?

—No lo sé. Estoy… inquieta. Liam está diferente. Callado. Como si algo lo preocupara, pero no sabe cómo decirlo.

—¿Crees que algo le pasó en el colegio?

—No lo sé. Pero me pidió una promesa antes de entrar. Una promesa “de estrellas”.

Elena guardó silencio unos segundos.

—Es un niño con un pasado difícil, Amelia. Muchos de sus miedos están enterrados. Y cuando encuentran algo seguro —como tú—, temen perderlo.

—¿Cómo hago para que sepa que no lo voy a dejar?

—No puedes decirlo una vez. Tienes que demostrarlo todos los días.

(...)

A la salida, Amelia llegó unos minutos antes. Se apoyó contra la puerta del salón, buscando su carita entre las demás. Los niños salían corriendo, felices, cargando dibujos, mochilas, meriendas medio terminadas. Pero Liam no aparecía.

Pasaron tres minutos. Luego cinco. Luego diez.

La inquietud comenzó a formarse como una ola lenta.

Entonces lo vio. Caminando despacio, tomado de la mano de la maestra, con la cabeza baja y el peluche Cosmo colgando de su mochila.

—¿Liam? —preguntó, acercándose.

Él la miró con alivio. Se lanzó a sus brazos sin decir una palabra.

La maestra se aclaró la garganta.

—Hoy tuvimos un pequeño inconveniente…

—¿Qué ocurrió?

—Un niño se burló de Liam porque dijo que hablaba con las estrellas. Lo llamaron mentiroso. Se rieron. Él no respondió, pero luego lo encontramos solo en el baño, abrazado a su peluche.

Amelia sintió un calor extraño en la garganta. No sabía si era enojo, tristeza o culpa.

—Gracias por decírmelo —respondió en voz baja.

La maestra asintió con una mirada comprensiva.

Camino a casa, Liam no soltó la mano de Amelia ni un segundo.

—¿Es malo hablar con las estrellas? —preguntó de repente.

—Claro que no, Liam.

—Dijeron que es una tontería.

—No lo es. Es hermoso. Significa que ves cosas que los demás no pueden ver. Y eso no te hace raro. Te hace especial.

—¿Entonces no voy a dejar de hacerlo?

—Espero que no lo hagas nunca.

Él sonrió, levemente.

(...)

En la cocina, prepararon pizza. Amelia le dejó poner la salsa, esparcir el queso, elegir los ingredientes. Liam se ensució la nariz con harina y rió con libertad. Y ella lo observó, como si tratara de memorizar cada segundo de esa sonrisa. Porque sabía que venía de un lugar herido. Que esa alegría no siempre era fácil.

Esa noche, después de la cena, Liam le pidió un cuento antes de dormir.

—Pero quiero que tú lo inventes —pidió—. Uno que nadie haya contado.

Amelia parpadeó.

—¿Y sobre qué debería ser?

—Sobre una mujer que no tenía alas, pero volaba igual.

—¿Y por qué volaba?




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