Cuando brillen las estrellas

Capítulo 5

Amelia solía decir que los lunes eran los más difíciles, pero esa semana, el martes le ganó por goleada.

Desde el primer momento en que entró al salón, supo que algo no estaba bien. No por sus alumnos —que seguían siendo los mismos pequeños torbellinos de curiosidad y risas desordenadas— sino por ella. Se sentía como si el alma le pesara más que el cuerpo, y eso era mucho decir.

Liam la había dejado inquieta la noche anterior. No por algo que hubiera hecho mal, sino por todo lo que él era. Por ese corazón tierno que buscaba señales de peligro incluso en un aula de preescolar. Por esa necesidad de confirmar, una y otra vez, que no iba a ser abandonado.

Ella lo comprendía. Quizás más de lo que debería. Porque en el fondo, sabía lo que era buscar refugio en alguien, temiendo que ese refugio desapareciera en cualquier momento.

(...)

—Buenos días, clase —dijo, forzando una sonrisa mientras recogía tizas y marcadores—. Hoy vamos a hacer algo especial.

Sus alumnos la miraron con curiosidad.

—¿Vamos a pintar? —gritó uno.

—¿O resolver problemas de resta?

—¡Yo quiero hacer volcanes!

Amelia rió suavemente.

—Hoy vamos a construir algo diferente. Vamos a hacer “tarjetas de valentía”.

—¿Valentía?

—Sí. Quiero que piensen en alguien que haya sido valiente. Puede ser ustedes mismos, un amigo, alguien que conozcan. Y vamos a dibujar o escribir algo que celebre esa valentía.

Los niños comenzaron a trabajar con entusiasmo. Amelia caminaba entre los pupitres observando sus creaciones. Algunos dibujaban superhéroes. Otros, mascotas que habían enfrentado tormentas. Uno escribió con letras grandes y temblorosas: “Mi hermana fue valiente cuando se cortó el pelo sola”.

Pero hubo uno que no dibujó nada.

Bruno.

Estaba sentado al fondo, con los brazos cruzados y la mirada perdida.

Amelia se agachó a su lado.

—¿Todo bien?

—No sé qué poner. Yo no soy valiente.

—¿Por qué crees eso?

Bruno se encogió de hombros.

—Porque lloro por todo.

Amelia le acarició el cabello con ternura.

—¿Sabes qué pienso yo? Que llorar también es una forma de ser valiente. Porque muestra que no escondes lo que sientes.

El niño la miró con los ojos grandes, como si acabara de escuchar algo que nunca nadie le había dicho.

—¿Entonces… puedo hacerme una tarjeta a mí mismo?

—Claro que sí. Y yo también voy a hacerte una.

(...)

A la hora del almuerzo, Amelia caminó hasta el comedor de profesores con una bandeja medio llena. Apenas probó bocado. Tenía la cabeza en otro lado.

Liam.

Durante el recreo, se lo había cruzado en el pasillo, tomado de la mano de su profesora. Él la había saludado con una sonrisa apagada. Sin saltar. Sin correr. Sin ese entusiasmo que le nacía del pecho como un rayo de sol.

No era él. No del todo.

Y eso la desgarraba.

—¿Puedo sentarme aquí? —dijo una voz masculina a su lado.

Amelia alzó la vista. Era Martín, el maestro de música. Un tipo amable, de sonrisa tímida y ojos profundos, que parecía vivir más en las notas de su guitarra que en la realidad cotidiana. Su cabello oscuro y algo despeinado le daba un aire despreocupado, y sus manos, siempre suaves pero firmes, revelaban años de dedicación a su arte. Había algo en su presencia que transmitía calma, como si la música fuera para él un refugio y un puente hacia los demás.

—Claro —respondió ella, haciéndose a un lado.

—Te vi en la clase con los niños. Lo de las tarjetas de valentía… fue hermoso.

—Gracias. Sentí que lo necesitaban.

Martín se quedó en silencio unos segundos.

—A veces, los niños cargan con más miedo del que imaginamos.

Amelia lo miró de reojo. ¿Lo decía por algo en particular?

—Uno de mis alumnos… bueno, en realidad, es más que un alumno. Se llama Liam. Es el niño del que te hablé el otro día.

—¿El que apareció con esa carta extraña?

Ella asintió.

—Es muy listo. Tiene una forma de ver el mundo que… no sé, es como si supiera cosas que nosotros hemos olvidado. Tiene una imaginación desbordante. Habla de las estrellas como si fueran sus amigas. A veces me dice cosas que me dejan sin palabras.

Martín apoyó los codos sobre la mesa.

—¿Y crees que inventa todo eso?

—No lo sé. No parece fantasía. Hay algo en la forma en que lo dice… como si lo hubiera vivido. Como si estuviera recordando más que inventando.

Martín la observó en silencio. Luego, con voz baja, dijo:

—¿Y has intentado usar eso a tu favor?

—¿A qué te refieres?

—Él parece confiar en ti. Tal vez si le das un espacio donde su imaginación tenga valor… un juego, una canción, un cuento… podría abrirse más. Decirte algo sin darse cuenta que lo está diciendo.

Amelia asintió, pensativa.

—No había pensado en eso. Pero tienes razón. Tal vez si jugamos a “inventar una historia”, termine contándome la suya sin miedo.

Martín sonrió.

—Los niños no siempre responden a las preguntas directas. Pero sí a las puertas abiertas. Dale una historia. Él sabrá cómo entrar.

Amelia sonrió con una mezcla de alivio y ternura.

—Gracias, Martín. De verdad.

Él se encogió de hombros, restándole importancia. Pero sus ojos, como siempre, lo dijeron todo.

(...)

Al terminar el día, esperó a Liam en la puerta del jardín. Esta vez, él sí salió corriendo hacia ella.

—¡Amelia! —gritó, abrazándola con fuerza.

Ella lo levantó en brazos sin pensar. El mundo podía seguir girando, pero en ese instante, su universo se concentró en los brazos pequeños que la rodeaban.

—¿Cómo estuvo hoy?

—Mejor. Nadie se rió de mí. Pero tampoco hablé de las estrellas.

—¿Y por qué no?

—Porque tengo que guardar los secretos de Cosmo.

—¿Cosmo tiene secretos?

—Sí. Dijo que los grandes no los entienden.

Amelia se agachó a su altura.

—¿Tú crees que yo soy una grande que no entiende?




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