Cuando brillen las estrellas

Capítulo 7

La casa dormía. Las ventanas cerradas susurraban crujidos ocasionales, como si respiraran junto a los muebles y los rincones oscuros. La noche había caído sin estridencias, con esa clase de silencio espeso que solo se instala cuando todo parece estar en su sitio.

Pero no todo lo estaba.

Desde la habitación de Liam, un murmullo tenue interrumpía la quietud. Al principio era apenas un balbuceo entre sueños, una hebra de sonido perdida en la vastedad del silencio. Luego se transformó en una frase entrecortada. Una súplica. Un nombre que no se entendía del todo.

—No... no... no todavía...

Amelia se despertó de golpe. No por el sonido en sí, sino por algo más sutil: una incomodidad intangible, como si el aire se hubiera tensado, como si una presencia invisible la hubiera rozado apenas al pasar. Era la clase de sensación que no se puede explicar con palabras, pero que eriza la piel sin pedir permiso.

Miró el reloj sobre la mesa de luz: las 2:41 a.m.

El corazón le latía rápido, sin haber tenido tiempo de adaptarse a la vigilia. Sabía que algo no estaba bien. Lo sabía con esa certeza antigua que no viene de la lógica, sino del instinto. Se levantó en puntas de pie, todavía con la bata puesta, la tela arrastrando levemente sobre el parquet.

Al acercarse a la puerta del cuarto de Liam, el murmullo se convirtió en llanto. No era un llanto escandaloso, sino contenido, como el de quien sabe —o cree— que no debe molestar. Como el llanto de alguien que ya aprendió que gritar no siempre trae ayuda.

Entró sin hacer ruido.

Liam estaba encogido sobre su lado izquierdo, abrazando con fuerza a Cosmo, su pequeño muñeco con forma de oso-estrella. La linterna con forma de estrella seguía encendida en la mesa de noche, proyectando luces suaves y redondas en las paredes. Movimientos circulares, casi hipnóticos, que bailaban como si intentaran calmar algo que no sabían nombrar.

Pero ni siquiera eso lo tranquilizaba.

—Liam —susurró Amelia, arrodillándose junto a la cama—. Despierta, mi amor. Estás soñando.

El niño abrió los ojos de golpe, pero no pareció volver del todo. Los tenía abiertos, sí, pero su mirada estaba lejos. Como si viera algo más, en otro lugar. Como si lo que soñaba aún no lo hubiera soltado del todo.

—¿Dónde está? —preguntó con voz ronca, rasposa, como si su garganta hubiera viajado por el polvo del tiempo.

—¿Dónde está qué, cariño?

—La luz... se apagó. Se apagaron todas...

Amelia lo abrazó con suavidad. Sintió su cuerpo pequeño vibrar como una hoja temblorosa en medio de un vendaval. No era solo una pesadilla. Era algo más profundo, más antiguo. Como si hubiera estado allí antes. Como si ya conociera esa oscuridad.

—Shhh... Estás a salvo. Aquí no se apaga nada sin que yo lo sepa.

Liam no respondió. Solo apoyó la cabeza en el cuello de Amelia, como si su cuerpo aún no recordara del todo que estaba en un lugar seguro. Aún tenía las manos frías, los dedos apretados como si se aferrara a algo que no quería que se lo llevaran.

Lo llevó al sillón del living, envuelto en la manta con olor a lavanda. Encendió solo una lámpara baja y preparó un poco de leche tibia con miel. Se la dio en silencio, con ambas manos, como si fuera un ritual de consuelo. Todo lo que hacía tenía el ritmo y la calma de quien no busca respuestas, sino ofrecer refugio.

Liam bebió en sorbos pequeños, mirándola desde debajo de las pestañas. Como si no terminara de confiar en que todo fuera real.

—¿Quieres contarme qué soñaste? —preguntó Amelia con dulzura, apenas por encima de un susurro.

Liam dudó. Bajó la mirada. Su vocecita se escondía detrás de los bordes de la taza.

—Era un lugar muy frío. Y todo estaba lleno de gente que no tenía nombre. Yo sí los conocía… pero ellos no sabían quién era yo. Me hablaban, pero sus palabras estaban al revés. Como si el mundo se hubiera dado vuelta.

Amelia apretó los labios. No quería asustarlo. Pero tampoco quería interrumpir lo que fuera que estuviera saliendo. Había una fragilidad en ese momento que no se debía romper.

—¿Y después?

—Vi una puerta. Estaba entreabierta. Detrás había alguien... no lo vi, pero lo sentí. Como si me esperara. Como si me llamara por mi nombre real.

—¿Tu nombre real?

—Sí —afirmó con una naturalidad que heló la piel de Amelia—. No el que uso aquí. Otro. Uno que casi olvidé. Pero cuando lo escuché... me acordé.

Amelia le acarició el cabello en silencio. No sabía qué decir. No había forma de interpretar esas palabras con lógica. Pero tampoco con escepticismo. Había algo en la forma en que Liam lo decía que desarmaba cualquier defensa adulta. Como si esas palabras no le pertenecieran del todo, como si hubieran venido de algún otro lugar, prestadas.

—¿Y qué pasó entonces?

Liam se encogió.

—Quise entrar. Pero alguien me dijo que no. Que todavía no. Que tenía que esperar... que aún no era tiempo. Y entonces me caí. Me caí muy lejos. Y cuando desperté, ya no había nadie.

La garganta de Amelia se cerró. Lo apretó contra su pecho. No era solo miedo lo que sentía. Era una especie de intuición. Como si lo que Liam hubiera vivido no fuera exactamente un sueño. Como si sus palabras pertenecieran a un lugar donde las respuestas aún no estaban listas.

—Fue solo una pesadilla —murmuró, más para convencerse que para convencerlo.

—No fue solo eso —corrigió Liam con un tono calmo, casi resignado—. Fue una memoria que no tenía permiso de volver.

Amelia lo miró, pero Liam ya tenía los ojos entrecerrados. El calor de la leche, la manta y el abrazo habían comenzado a devolverle el sueño. Pero sus palabras seguían flotando en el aire, como las luces suaves que parpadeaban en las paredes. Palabras que no sabían dónde posarse.

(...)

Volvió a llevarlo a su cama, esta vez quedándose a su lado un buen rato. Observó su respiración acompasarse poco a poco. El rostro de Liam, bajo la tenue luz estelar, volvía a parecerse al de cualquier niño.




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