Cuando brillen las estrellas

Capítulo 9

Después de dejar a Liam en clase, Amelia y Martín se quedaron frente al portón de la escuela, intercambiando una mirada rápida. No había tiempo que perder. Si querían encontrar alguna pista sobre el origen del niño, tenían que empezar por lo más cercano.

Caminaron alrededor del edificio, cruzaron hacia la secretaría y pidieron hablar con el personal que hubiera estado en la entrada el día en que Amelia recibió la carta. Ella lo recordaba con nitidez: el sobre mojado, la letra temblorosa, y Liam con su pequeña mochila roja, empapado y temblando.

—Ese día llovía como si se fuera a caer el cielo —comentó la secretaria al revisar el registro—. Muchos llegaron tarde. Fue una locura. ¿Por qué lo preguntan?

Amelia vaciló.

—Es... un asunto personal. Quisiéramos saber si alguien vio quién dejó al niño en la puerta.

La mujer frunció el ceño.

—La verdad, con tanta lluvia, no se distinguía nada. Yo estuve adentro casi todo el tiempo. Pregunten al portero, él tal vez haya visto algo.

El portero, un hombre de expresión amable y algo dispersa, los escuchó con atención. Al escuchar la descripción de Liam, asintió lentamente.

—Sí, lo recuerdo. Era chiquito, con una mochilita roja. Pensé que venía acompañado, pero... no vi a nadie. Había un paraguas en el suelo, eso sí, y alguien se alejó caminando rápido... o tal vez corriendo. Pero entre la lluvia y los gritos de los chicos, no pude ver bien. Fue un momento muy confuso.

—¿Recuerda si esa persona llevaba algo distintivo? ¿Un abrigo, una mochila, algo? —preguntó Martín.

—Creo que tenía una capucha. Negra o azul. Iba encorvado, como si no quisiera que lo vieran. Pero no sabría decir si era hombre o mujer.

Martín suspiró.

—¿Y no hay cámaras en la entrada?

—No. Hace meses que están rotas —respondió el portero con un encogimiento de hombros—. Se suponía que las arreglarían, pero ya ve…

(...)

La búsqueda continuó calle abajo. Amelia y Martín golpearon puertas, preguntando a los vecinos si tenían cámaras de seguridad que apuntaran hacia la entrada de la escuela. Varios fueron amables, pero nadie tenía grabaciones de ese día. Muchos sistemas no guardaban más de una semana. Una pareja joven les ofreció revisar su cámara, pero ya había sobreescrito las imágenes.

—Yo estaba trabajando ese día —dijo uno de los vecinos—. Pero mi esposa me contó que apenas y pudo ver por la ventana. Estaba lloviendo a cántaros.

Una señora mayor recordó vagamente a un niño bajo la lluvia, pero no había visto a ningún adulto con él.

—Parecía que esperaba a alguien, pobrecito —murmuró—. Estuvo parado un rato. Después entró.

—¿Estaba llorando? —quiso saber Amelia.

—No. Estaba... tranquilo. Demasiado tranquilo, diría yo. Como si supiera que tenía que esperar. O como si no tuviera miedo.

Amelia sintió un nudo en el estómago. No era normal. Ningún niño solo y bajo la lluvia estaría tan sereno.

(...)

De vuelta en casa, Amelia sacó con cuidado la carta. El papel seguía arrugado por la humedad de aquel día, y las letras azules conservaban un trazo tembloroso, casi ansioso. La desplegó sobre la mesa mientras Martín revisaba nuevamente la mochila roja.

—Ni una dirección. Ni una firma. Solo eso —murmuró Amelia, leyendo en voz baja—: "Sé que esta petición es inusual, pero usted es la única persona en quien confío."

—Y la mochila tampoco tiene nada —dijo Martín, levantando el cierre—. Es una normal de cualquier tienda. Sin etiquetas. Ni un número, ni una marca especial.

—¿Y los bolsillos pequeños? —preguntó Amelia, levantándose para revisar por sí misma.

Martín le pasó la mochila. Amelia metió los dedos en uno de los compartimentos laterales y sacó una goma de borrar en forma de estrella. La miró con atención. No tenía marcas. Solo era una goma común. Como todo lo demás.

Amelia se frotó la frente con ambas manos.

—Es como si hubieran querido borrar todas las pistas.

—O como si no pudieran dejar ninguna —añadió Martín en voz baja.

Amelia lo miró.

—¿Y si fue alguien que me conocía? Que me observó lo suficiente como para saber que aceptaría cuidar a un niño así...

—¿Estás pensando en alguien en específico?

Ella negó con la cabeza.

—No. Y eso es lo peor.

Un silencio denso se instaló entre los dos. Afuera, el día seguía nublado, pero sin lluvia. El recuerdo de aquel lunes mojado, en cambio, seguía empapándoles la memoria.

(...)

Después de revisar la carta y la mochila sin éxito, Amelia se dejó caer en el sofá con un suspiro frustrado. Martín se sentó frente a ella, con los codos sobre las rodillas y la mirada perdida.

—Siento que estás buscando una aguja en un pajar —dijo al cabo de un momento.

Amelia presionó los dedos contra las sienes.

—Ni siquiera sé si hay una aguja, Martín.

Un silencio breve. El reloj del comedor marcaba los minutos con su tic-tac insistente.

—¿Y si alguien te está vigilando? —preguntó él, con tono bajo—. ¿Y si esto es… alguna especie de prueba?

Amelia alzó la vista, desconcertada.

—¿Una prueba? ¿De qué?

—No lo sé. Pero alguien deja un niño en la puerta de una escuela con una nota y elige precisamente a ti para que lo encuentres. Eso no suena casual.

—Tal vez fue al azar. Tal vez pasaba por allí…

—No lo creo —la interrumpió Martín con suavidad—. Si querían desaparecer al niño, hay mil formas más fáciles. Esto fue intencional.

Ella se quedó inmóvil, procesando esa idea.

—¿Y si... no me están pidiendo que lo cuide? ¿Y si están esperando otra cosa de mí?

Martín frunció el ceño.

—¿Como qué?

—No sé. Tal vez... solo están mirando. Esperando a ver qué hago. Tal vez me están poniendo a prueba sin decirlo. O peor… están disfrutando esto como si fuera un juego.

Martín se puso de pie y caminó hacia la ventana.

—Sea lo que sea —dijo sin mirarla—, estás en el centro de algo que no entendemos.




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