Cuando brillen las estrellas

Capítulo 11

Amelia estaba ordenando un viejo estante en su habitación, tratando de distraerse del torbellino de pensamientos que la invadía. Entre cajas llenas de recuerdos y papeles acumulados, encontró una pequeña caja de madera, escondida detrás de libros y fotos amarillentas. No recordaba haberla visto antes, pero algo en ella la llamó, como si estuviera esperando ser descubierta.

Adentro había papeles sueltos, una carpeta rota con dibujos de antiguos alumnos… y una postal con letras que reconoció de inmediato.

"Para mi pequeña valiente. Aunque a veces te escondas del mundo, yo sé que brillas. Nunca dejes de buscar la luz."

El trazo era inconfundible. De su padre.

Amelia se quedó quieta, con la postal en la mano, como si de pronto el aire se hubiera espesado. Su padre no era de escribir cosas así. No era de decir cosas así. Lo recordaba como un hombre severo, parco, muchas veces frío. Y sin embargo… ahí estaba ese mensaje. Dulce. Cálido. Inesperado.

Se sentó en el suelo, con la espalda contra el mueble. No recordaba haber visto esa postal antes, pero podía imaginarlo escribiéndola. Y eso bastó. Bastó para abrir una grieta en ese muro que llevaba años sosteniendo.

Recordó una noche en que la fiebre no la dejaba dormir y él se quedó sentado a su lado, en silencio, con una toalla húmeda en la frente. Recordó el olor a su loción de afeitar y el murmullo de su voz contándole un cuento sin final. Pequeños gestos. Pequeños destellos. Cosas que había olvidado a propósito, tal vez.

Y también recordó el resto. El silencio. La distancia. Las palabras no dichas. El portazo cuando se fue de casa. La rabia de sentirse invisible. El orgullo que le impidió volver a llamarlo.

Las lágrimas no pidieron permiso. Cayó la primera, luego otra, y otra más. No eran de tristeza exactamente. Eran de eso otro. De la ternura recuperada. De la culpa latente. De la certeza de que, por un instante al menos, él la había visto. Y eso dolía más que todo.

(...)

Más tarde, Martín pasó a buscarla para dar una vuelta por el pueblo junto con el pequeño Liam. El niño había insistido toda la mañana en ir a ver los patos al estanque del parque central, y nadie supo decirle que no. Amelia se puso unos zapatos cómodos y salió con una chaqueta ligera, mientras Martín esperaba en la vereda con una sonrisa tranquila.

El aire estaba tibio, de ese modo suave que anuncia el fin del invierno, con un sol que acariciaba las hojas todavía húmedas de rocío. Caminaron los tres por la vereda rota, esquivando pequeñas piedras y charcos, con un vaso de jugo natural en las manos, uno para cada uno, y la risa contagiosa de Liam rebotando entre los árboles que rodeaban el estanque.

—¡Miren! ¡Ese pato se parece a la directora! —gritó Liam, señalando con entusiasmo a un pato particularmente rígido y serio que avanzaba por el agua.

Martín se atragantó de la risa, y Amelia soltó una carcajada sincera, una de esas que no le nacían tan seguido, esas que parecen abrir puertas cerradas en el pecho.

—No seas malo, Liam —le dijo Amelia con una sonrisa cómplice.

—¡No soy malo! Solo soy honesto —replicó el niño con ese tono serio que le salía cuando quería parecer mayor y sabía que lo estaban escuchando.

Llegaron a una banca de madera algo gastada por el tiempo, justo a la orilla del agua. Se sentaron juntos y Liam se acurrucó entre ellos, con las piernas colgando y los cachetes aún manchados de jugo. Los reflejos del sol se movían sobre el agua como pequeños destellos que hacían brillar los ojos del niño.

—¿Sabes tocar canciones de estrellas? —le preguntó Liam a Martín, sin mirarlo directamente, como si estuviera hablando con el viento.

Martín se sorprendió por la pregunta.

—¿Canciones de estrellas? No sé... nunca he escuchado una.

—Es porque no se escuchan. Se sienten —dijo Liam con total naturalidad—. Pero tú podrías inventar una. Tienes manos de música. Las estrellas te hablarían si tú las dejas.

Martín lo miró, sin saber qué responder.

—¿Y tú las escuchas, Liam?

—Sí. Algunas noches me cantan muy bajito. Pero cuando estoy triste, hacen silencio. Solo esperan. Como tú esperas ahora.

Martín bajó la mirada, conmovido.

—¿Y qué te dicen cuando te cantan?

Liam pensó un momento.

—Que no estoy solo. Que vine con una misión. Y que tú también tienes una. Cuidarla a ella —dijo señalando a Amelia—. Y quedarte. Aunque tengas miedo.

El silencio que siguió fue inmenso, pero no incómodo. Amelia, que escuchaba en silencio, sintió que algo se movía adentro suyo, algo que no tenía nombre pero sí raíz.

Martín se agachó un poco y puso su mano en la espalda de Liam.

—¿Te parece si un día me ayudas a componer esa canción de las estrellas?

Liam asintió con una sonrisa pequeña.

—Sí. Pero tiene que ser de noche. Y con los ojos cerrados. Solo así se escucha bien.

—Entonces haremos eso —prometió Martín.

Y en ese gesto, en ese acuerdo sin partitura ni palabras complicadas, se trazó algo fuerte entre ellos. Algo verdadero. Algo que también empezaba a parecerse al amor.

(...)

Martín sacó una manta del bolso que había llevado y la extendió con cuidado sobre el césped, cerca del estanque. Amelia ayudó a acomodar los envases: pequeños sándwiches, frutas cortadas y jugo en botellas térmicas. Liam se sentó en el centro, entusiasmado, como si fuera su primer picnic en años —quizá lo era.

—¡Quiero el de queso! —exclamó, señalando uno de los triángulos de pan—. Pero sin bordes. Los bordes son para los dragones.

—¿Y nosotros no somos dragones? —preguntó Martín con fingida sorpresa.

—No. Ustedes son cuidadores. De los que protegen las alas rotas —respondió Liam mientras mordía su sándwich con total solemnidad.

Amelia y Martín intercambiaron una mirada cómplice, con una risa pequeña que se les escapó como quien no quiere reírse para no romper algo sagrado.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.