Martín nunca había sido un hombre de palabras grandes. Prefería los silencios, los acordes suaves de una guitarra que hablaba por él. Quizás por eso, al llegar por las mañanas a la escuela y escuchar el eco de pasos diminutos, se descubría sonriendo sin darse cuenta. Desde que Liam había aparecido en ese universo algo desordenado y de techos bajos, había empezado a ver las cosas con una claridad que no sabía que necesitaba.
No era padre. Nunca lo había sido. Tampoco se consideraba una figura particularmente paternal. Pero algo en ese niño —en su forma de mirar el mundo, en su calma inquietante, en su sabiduría envuelta en ternura— le despertaba un tipo de afecto que nunca antes había sentido. Y luego estaba Amelia.
La había admirado desde siempre. Por su temple, por esa capacidad de contener al mundo con una sonrisa cansada pero genuina. Por esa mezcla rara de dulzura y firmeza que solo algunos saben sostener sin quebrarse. Pero verla ahora, con Liam, revelaba una parte de ella que le resultaba nueva y profundamente conmovedora. Era como si todo su pasado hubiera estado ensayando para este momento.
Aquel martes, después del recreo, Martín la vio cruzar el patio con paso rápido, una mano sujetando el abrigo y la otra el cuaderno donde apuntaba cosas que luego nunca revisaba. Él estaba afinando su guitarra en el aula de música, pero al verla pasar, algo lo impulsó a dejar el instrumento y salir tras ella.
—¿Amelia? —llamó, sin alzar demasiado la voz.
Ella se giró con el ceño apenas fruncido, como si todavía llevara en la frente los restos de una preocupación.
—Hola, Martín. Lo siento, estoy un poco distraída hoy.
—¿Todo bien con Liam?
Ella dudó. Lo suficiente como para que él supiera que la respuesta automática sería mentira.
—Sí… solo está un poco más callado. Pero bien.
Martín asintió. No insistió. Sabía que hay días en los que preguntar de más solo cierra puertas.
—¿Te molesta si te acompaño a la sala de profesores? Quiero dejar una hoja para el ensayo del viernes.
Ella asintió con una sonrisa leve, y caminaron juntos.
—¿Sabes? —dijo ella de pronto—. A veces me despierto en la madrugada y lo escucho hablar dormido. Como si hablara con alguien que no está. Como si recordara cosas que aún no vivió.
Martín no respondió enseguida. Pensó en Liam. En la vez que lo vio sentado solo en el jardín, hablándole al cielo. En cómo parecía flotar entre el mundo real y otro que los adultos ya no sabían mirar.
—Tal vez sí lo hace —dijo por fin—. Tal vez recuerda antes de tiempo.
Amelia lo miró de reojo, agradecida por no escuchar un juicio. Por la forma en que Martín sabía acompañar, sin invadir.
—A veces creo que lo entiendo menos cuanto más lo quiero.
—Eso es amar, ¿no? Saber que no necesitas entenderlo todo para quedarte.
Llegaron a la sala. Amelia abrió la puerta y dejó su bolso sobre una silla. Martín colocó la hoja en el tablón de anuncios. El silencio que se instaló no era incómodo, sino denso, como si escondiera algo que ninguno de los dos se animaba a decir del todo.
—¿Sabes tocar alguna canción de cuna? —preguntó Amelia de pronto.
Él levantó una ceja, curioso.
—Un par. ¿Por qué?
—Liam me pidió una canción antes de dormir. Y la única que recordé fue la de la luna y el elefante… que no sé si sirve.
Martín sonrió.
—La próxima vez que tenga la guitarra cerca, le canto una.
—¿Vendrías a casa?
Lo dijo sin pensarlo. Y apenas lo dijo, se dio cuenta. Martín también lo notó. Pero no retrocedió.
—Si me invitas con té y galletas, sí.
Amelia rió, aliviada por su tono. Y él, por dentro, agradeció que esa puerta se hubiera entreabierto.
(...)
La tarde siguiente, Martín llegó a la casa de Amelia con una mochila pequeña y una funda negra colgando del hombro. Liam fue quien abrió la puerta.
—¡Hola, Martín!
—Hola, pequeño. ¿Listo para una serenata?
—¿Serenata es como cantarle a alguien porque sí?
—Exactamente eso.
Liam lo dejó pasar como si ya hubiera sido parte de la casa desde siempre. Amelia preparaba té en la cocina, y el aroma a jengibre y miel llenaba los rincones con calidez. Martín se sintió cómodo de inmediato. Todo en esa casa tenía un aire real: los sillones con mantas mal dobladas, los libros apilados sin orden, las plantas que trepaban donde querían.
—¿Y bien? ¿Cuál es tu canción favorita? —le preguntó Martín a Liam, ya sentado con la guitarra en las piernas.
—Me gustan las que tienen cielo. Y estrellas. Y cosas que flotan.
Martín asintió, como si fuera un pedido habitual.
—Entonces te va a gustar esta.
Empezó a tocar con suavidad. Su voz, más grave de lo que parecía cuando hablaba, llenó el aire con una melodía que hablaba de barcos voladores, lunas dormidas y nubes que susurraban nombres. Liam lo miraba con los ojos bien abiertos. Amelia lo observaba desde la cocina, con una taza entre las manos.
Cuando terminó, hubo un silencio largo. No por incomodidad, sino por belleza. Liam aplaudió bajito.
—¿Puedes tocarla otra vez?
Martín lo hizo, sin preguntar.
Esa noche, cuando llegó la hora de dormir, Liam pidió que Martín le leyera el cuento. Amelia se sorprendió, pero Martín aceptó con una sonrisa. Se sentó al borde de la cama, libro en mano, mientras Amelia miraba desde la puerta. Leyó con voz pausada, con esa cadencia que tienen los músicos cuando entienden que las palabras también tienen ritmo.
Liam se quedó dormido antes del final. Martín cerró el libro con cuidado y lo dejó sobre la mesa de noche. Cuando se levantó, Amelia seguía de pie en la puerta, con los brazos cruzados y el ceño apaciguado. Lo acompañó hasta la cocina en silencio, mientras Liam dormía profundamente, abrazado a Cosmo como a un ancla.
—¿Tienes un minuto más? —preguntó ella, sirviendo dos tazas de té humeante.
—Siempre —respondió él, aceptando la taza sin apuro.