El día había sido largo, pero la noche prometía ser aún más extensa. Amelia dejó que Liam se durmiera abrazado a Cosmo, su peluche, después de leerle dos cuentos y acariciarle el cabello hasta que su respiración se volvió suave. Lo arropó con cuidado y cerró la puerta sin hacer ruido, como si temiera perturbar un sueño que no quería que se terminara.
En su habitación, intentó distraerse ordenando algunos papeles del escritorio, pero su mirada se perdió en la pared. El silencio era demasiado grueso para ignorarlo. Caminó hasta el cajón de la cómoda y lo abrió con lentitud. Allí seguía la caja de madera, la misma que había encontrado días atrás.
La volvió a abrir.
Sacó la postal con la letra de su padre, esa que había leído tantas veces desde que la descubrió que ya se la sabía de memoria.
> “Para mi pequeña valiente. Aunque a veces te escondas del mundo, yo sé que brillás. Nunca dejes de buscar la luz.”
El simple recuerdo de esa caligrafía le provocaba un tirón en el pecho. ¿Por qué había escrito eso? ¿Cuándo? ¿Antes o después de que ella se fuera de casa?
Tomó la postal y se sentó sobre la cama. Esta vez, no cerró los ojos para huir del pasado. Esta vez, los cerró para ir hacia él.
(...)
Tenía diecisiete años. Habían discutido otra vez. Su padre quería que estudiara medicina, o contabilidad, o algo “que garantizara el futuro”. Pero ella solo quería enseñar. Dibujaba carteles para sus amigos imaginarios, leía cuentos a sus peluches pequeños, soñaba con pizarras y lápices de colores. Pero para él, eso no era suficiente. No era serio. No era digno.
Recordaba con nitidez el modo en que él bajaba la mirada cuando ella defendía sus sueños. Como si no supiera cómo hablar en su idioma. Él hablaba de seguridad, de estructura. Ella hablaba de vocación. Y entre esos dos lenguajes distintos, se perdieron.
Y entonces, una noche, sin gritos, sin portazos, ella simplemente dejó de hablarle. No por rabia. Por tristeza. Por decepción.
Ella se había ido de casa meses después, apenas cumplió los dieciocho. Se mudó a una pensión, seguía estudiando y después consiguió su primer trabajo como maestra auxiliar.
Nunca volvió a llamarlo. No cuando enfermó. No cuando su madre le avisó, con la voz rota, que el final estaba cerca. No cuando murió.
Se repitió mil veces que tenía razón. Que fue él quien no supo quererla bien. Pero ahora, con esa tarjeta entre los dedos, dudaba.
Se dijo que era su castigo por no haberla escuchado. Que él había empezado el muro. Que ella solo lo terminó. Pero al leer esas palabras, tan simples y a la vez tan profundas, no pudo evitar preguntarse si había sido demasiado dura. Si el rencor se le había convertido en escudo, y el silencio, en forma de castigo.
Tal vez él no supo cómo acercarse. Tal vez su manera torpe de amar era la única que conocía. Tal vez él esperó hasta el final una señal de ella, y esa señal nunca llegó.
Y entonces vino lo peor.
Su madre murió al año siguiente. Fue un accidente repentino. Nada lo anunció. No hubo despedidas. Solo una llamada en la madrugada y, de pronto, la casa de su infancia era suya. Una herencia involuntaria. Una herencia llena de eco y polvo emocional.
Durante semanas, Amelia se resistió a mudarse. Pensaba que no podía habitar un lugar tan lleno de ausencias. Pero algo la empujó. Tal vez una necesidad inconsciente de cerrar un ciclo. O tal vez porque, en el fondo, quería reescribir la historia en esas mismas paredes.
Ahora, mientras sostenía la postal y recordaba la voz de su padre, sentía el peso no solo de lo que se había roto, sino de todo lo que no se pudo reparar.
Lloró. Lloró con el cuerpo entero. Con esa clase de llanto que no hace ruido, pero lo arrasa todo. No por él. No solo por él. Por ella. Por la niña que necesitaba amor y lo confundió con disciplina. Por la joven que no supo perdonar. Por la mujer que todavía se preguntaba si era tarde para decir “lo siento”.
Y en medio de esas lágrimas, algo se rompió… pero también algo se acomodó. Como si la memoria, al fin, le devolviera los matices.
Recordó otra escena. Una muy lejana. Tenía cinco o seis años. Era de noche y había tormenta. Ella lloraba, asustada por los truenos. Su madre dormía profundamente. Fue él quien se acercó. Le tendió una linterna en forma de estrella.
—Esta no se apaga aunque todo se oscurezca —le había dicho, dejándola en sus manos—. Solo aprieta este botón si tienes miedo. Yo estaré en la otra habitación.
No lo había recordado en años. Y ahora, esa linterna parecía una promesa que nunca entendió.
(...)
La mañana siguiente, Amelia se levantó con los ojos hinchados, pero el corazón algo más liviano. Hizo panqueques para Liam, que los decoró con caritas sonrientes usando rodajas de banana y arándanos.
—¿Hoy estás triste? —preguntó él, mientras untaba su panqueque con miel.
—Un poquito. Pero estoy mejor.
—A veces uno llora porque algo se va. Pero también se puede llorar porque algo vuelve.
Ella lo miró. Era increíble cómo podía traducir lo que ella sentía sin haberlo dicho.
—¿Qué volvió hoy, Liam?
—Tú —respondió él, como si fuera obvio—. La tú que se había escondido.
Amelia se acercó a él, lo abrazó por detrás y apoyó la frente en su cabello. No dijo nada más. No hacía falta.
Y en ese abrazo, supo que aunque no pudiera cambiar el pasado, sí podía cambiar la forma en que lo cargaba.
(...)
Después de dejar a Liam en su clase, Amelia se dirigió al aula de Martín, que estaba afinando su guitarra frente a un grupo de estudiantes de cuarto grado.
—¿Molesto? —preguntó desde la puerta.
—Siempre que sea para interrumpirme con café —bromeó él, levantando la vista—. Entra.
Esperó a que terminara de dar una indicación, y cuando el grupo salió al recreo, se acercó.
—Necesitaba… hablar con alguien —confesó ella.
—¿Todo bien?