Cuando brillen las estrellas

Capítulo 14

Aquel domingo amaneció sin sobresaltos, pero con el corazón lleno. La ciudad seguía en su ritmo lento, casi suspendido en el tiempo. Desde la ventana de la cocina, Amelia observaba las copas de los árboles que se mecían con la brisa y escuchaba los pasos livianos de Liam correteando por el pasillo. Martín, en la sala, afinaba la guitarra con una concentración que parecía de otro mundo.

Habían decidido pasar el día juntos. Sin planes grandilocuentes. Solo tiempo. De ese que se queda adherido al alma.

Amelia preparaba panqueques con frutas mientras Liam clasificaba lápices por colores. Martín silbaba suavemente, apenas un hilo de melodía. No era una familia en el sentido tradicional. Pero algo en la escena decía hogar.

—¿Este panqueque tiene forma de estrella? —preguntó Liam desde su rincón.

Amelia lo miró, riendo.

—Si cierras un ojo y lo miras de costado… tal vez.

—¡Lo sabía! —gritó él, como si hubiera descubierto un secreto cósmico.

Martín se acercó a la cocina y se apoyó junto a ella, en silencio. La miró un momento, y luego le alcanzó una rodaja de banana caída al suelo, como si ese gesto simple fuera una ofrenda.

—Estás bien aquí, ¿no? —preguntó en voz baja, casi como si temiera la respuesta.

Amelia dudó un instante, pero luego asintió.

—Sí. Más de lo que me atrevo a decir en voz alta.

Martín sonrió y se quedó ahí un momento, observándola. Era la clase de mirada que no necesitaba palabras. Algo en su forma de estar presente le decía a Amelia que podía respirar con él cerca. Que no tenía que fingir fortaleza. Que incluso en lo cotidiano, había belleza.

—¿Y tú? —preguntó ella de pronto—. ¿Estás bien aquí?

Martín parpadeó como si no esperara la pregunta.

—Sí —dijo al fin, con esa voz baja suya que parecía hecha para verdades—. Me gusta verlos juntos. Y es como si yo encajara. Como si este lugar fuera donde tenía que estar hoy.

(...)

Después del desayuno, salieron al patio con una manta y un termo. Liam llevaba su peluche Cosmo envuelto como si fuera un bebé y narraba una historia de galaxias perdidas. Amelia lo miraba con ternura, mientras Martín se recostaba con las manos detrás de la cabeza, contemplando las nubes.

—¿Tú crees en las estrellas? —le preguntó Liam a Martín, de pronto.

—Depende. ¿Hablas de las que se ven o de las que se sienten?

Liam pareció complacido con la pregunta.

—De las dos. Pero más de las que se sienten. Esas nunca desaparecen.

—Entonces sí. Creo en ellas —respondió Martín, cerrando los ojos.

Silencio. Sol. Viento leve. Y una paz que parecía no necesitar explicación.

Amelia tomó la palabra.

—A veces me asusta lo que sabe —murmuró, refiriéndose a Liam.

—¿Por qué? —preguntó Martín sin abrir los ojos.

—Porque siento que llegó para enseñarme cosas que yo debería haber sabido hace tiempo.

Martín giró apenas el rostro hacia ella.

—Quizás por eso está aquí.

El viento movió una hoja seca hasta su regazo. Amelia la tomó sin pensarlo y comenzó a deshacerla entre los dedos, como si con ese gesto también quisiera romper viejos pensamientos que no la dejaban avanzar.

—A veces siento que no sé ser madre —confesó.

Martín abrió los ojos y la observó con esa calma suya que no juzga.

—No sé si hay una forma correcta. Pero lo estás haciendo con amor. Eso es más de lo que muchos pueden decir.

Amelia bajó la vista.

—¿Y si lo estoy haciendo mal? ¿Y si no soy suficiente para lo que Liam necesita?

—Entonces él ya estaría roto. Pero míralo —dijo Martín, señalando con la barbilla al niño que ahora recitaba poemas inventados para Cosmo—. Está entero. Está feliz. Está empezando a confiar. Eso es obra tuya.

Amelia sonrió, apenas. Pero fue una sonrisa honesta.

Liam se acercó en ese momento, con una hoja de papel doblada.

—Es un mapa de estrellas —anunció— Para que no se pierdan. Tiene caminos secretos y un dibujo mío.

Amelia lo abrió. Había líneas, puntos y palabras como “lugar para abrazarse” o “zona mágica para pensar bonito”.

Martín se agachó a su altura.

—¿Y cuál es el camino a casa?

Liam señaló un punto azul.

—Ese. Está justo entre ustedes dos. Porque si están juntos… ahí es.

(...)

Más tarde, mientras Liam dibujaba en el porche, Amelia salió al patio con una caja de cosas viejas que llevaba semanas sin revisar. Dentro, encontró algo inesperado: un pequeño broche plateado, con una piedra azul incrustada en el centro. No era suyo. Ni lo recordaba.

—¿Esto es tuyo? —le preguntó a Martín, mostrándoselo.

Él negó con la cabeza.

—Nunca lo había visto. ¿Dónde lo encontraste?

—Estaba entre mis libros viejos. En una caja con papeles. Tiene algo grabado… —Se acercó al sol para leer—: “De lo eterno, nace lo verdadero”.

Martín frunció el ceño.

—¿Puedo verlo?

Lo examinó con cuidado, pero no encontró otra pista. Amelia sintió un escalofrío. No de miedo. De presagio.

—¿Crees que tenga algo que ver con Liam?

—¿Por qué lo pensarías?

—No lo sé. Solo… lo siento. Como si todo empezara a conectarse.

Martín no insistió. Pero su expresión decía que también lo pensaba.

Amelia llevó el broche a su pecho, casi sin darse cuenta, como si buscara protección en él. Lo sostuvo unos segundos más, antes de guardarlo en el bolsillo trasero de su pantalón. Una parte de ella sabía que volvería a necesitarlo.

Liam, desde la puerta, los observaba.

—Ese broche era de alguien importante —dijo con voz tranquila— Pero aún no se acuerdan.

(...)

Por la tarde, fueron al parque del lago. Llevaban bocadillos, una manta y una pelota. Liam insistió en que Cosmo también merecía sol. Mientras jugaban, Martín lo levantó por los aires haciéndolo reír con carcajadas que parecían campanas. Amelia los miraba con una mezcla de amor y nostalgia. Como si los viera en una escena que siempre quiso vivir y que, sin saberlo, ya le pertenecía.




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