Cuando brillen las estrellas

Capítulo 15

La noche había caído con suavidad, como una manta tibia que se despliega sin prisa sobre la casa. Desde la cocina, el tic-tac del reloj era el único sonido que acompañaba a Amelia mientras revolvía lentamente una taza de té de manzanilla. El vapor ascendía en espirales perezosas, y ella lo seguía con la mirada, como si dentro de ese humo encontrara una ruta de escape para sus pensamientos. Afuera, el viento apenas agitaba las ramas del árbol frente a la ventana. Todo parecía suspendido, detenido en ese momento preciso entre el fin del día y el comienzo del verdadero silencio.

La casa estaba en silencio. Liam se había dormido temprano, rendido tras una tarde de juegos, dibujos y carreras en el jardín. Lo había arropado con cuidado, besado la frente, y se había quedado observando su respiración por unos minutos, hasta asegurarse de que el sueño era profundo y tranquilo. Aún tenía grabado en la mente el dibujo que él le había mostrado antes de dormir: una figura de palitos que decía ser "ella", con una sonrisa desproporcionada y una estrella pintada en el pecho. Amelia lo había colgado en la heladera como si fuera una obra maestra.

Ahora, de pie frente a la ventana de la cocina, Amelia sentía ese tipo de soledad que no se parece al abandono, sino a la introspección. Esa clase de vacío que solo llega cuando el día termina y uno se encuentra a solas consigo mismo. El tipo de soledad que puede calmar o desbordar, según el rumbo del pensamiento.

El timbre sonó, suave, inesperado.

Amelia se sobresaltó ligeramente, dejó la taza sobre la encimera y fue a abrir la puerta. Al otro lado, bajo la luz cálida del porche, estaba Martín, con una chaqueta liviana y una expresión que mezclaba duda y cercanía.

—Hola —dijo, elevando una mano a modo de saludo—. No quise llamar tarde, pero... pasé por la calle y vi luz. Pensé que tal vez... ¿te vendría bien un poco de charla nocturna?

Amelia, a pesar del sobresalto inicial, sonrió con sinceridad. Su voz interior titubeó por un segundo, no por incomodidad, sino por la inesperada sensación de alivio que le provocaba verlo.

—Justo estaba tomando té. Entra, si quieres.

Martín asintió y entró con pasos tranquilos. Dejó la chaqueta en el respaldo de una silla y se acercó a la cocina, donde el aroma de manzanilla aún flotaba en el aire.

—No podía dormir —dijo Amelia, retomando su taza—. El té es mi intento número tres.

Él sonrió suavemente y se sirvió un poco del mismo té.

—¡Tienes buena puntería! Estaba pensando exactamente en lo mismo. ¿Está bien si te hago compañía?

Amelia asintió. Se sentó en una de las sillas de madera junto a la mesa redonda, y Martín se acomodó frente a ella, con la taza entre las manos. No hablaron de inmediato. De hecho, no hablaron por varios minutos. Solo bebieron en silencio, observándose de vez en cuando, como si las palabras estuvieran en camino pero necesitaran abrir espacio primero. En ese intervalo mudo, la respiración acompasada de ambos se volvió parte del paisaje.

—A veces pienso que el silencio tiene mala fama —dijo Martín al fin, apoyando la taza en la mesa.— Como si incomodara. Pero hay noches donde es lo único que no pesa.

Amelia lo miró con una mezcla de sorpresa y gratitud. Asintió lentamente, como quien se reconoce en el pensamiento del otro.

—Es cierto. Esta casa tenía demasiado silencio antes. Pero ahora... éste me gusta.

Martín jugaba con el borde de la taza, haciendo girar el pocillo con suavidad. Luego alzó la vista, clavándola en los ojos de Amelia.

—¿Quieres hablar de algo en particular? ¿O simplemente compartir la madrugada?

Ella sonrió, bajando la mirada.

—Supongo que un poco de ambas.

Martín esperó. No apuró. No llenó el silencio. Dejó que fuera ella quien eligiera cuándo y por dónde empezar.

Amelia suspiró.

—¿Alguna vez sentiste que llevas a cuestas algo que no puedes nombrar? Algo que está ahí, molestando, pero que no sabes si es tuyo o si lo heredaste de alguien más.

Martín se tomó un segundo antes de responder.

—Muchas veces. A veces creo que hay cosas que no comienzan con nosotros, pero terminan en nuestras manos. Como si el universo dijera: "Esto es tuyo ahora, haz con ello lo que puedas".

Ella asintió, tocando con los dedos el borde de la mesa. La madera estaba un poco astillada en una esquina. Se detuvo en ese detalle, distraída.

—Mi padre tenía una forma muy rara de estar. Nunca faltaba. Siempre estaba. Pero era como una sombra. Sabías que estaba ahí, pero no sabías qué sentía. Como si sus emociones tuvieran cerrojo.

Martín no interrumpió. Solo asintió con la cabeza.

—Una vez le pregunté si estaba orgulloso de mí. Tenía quince. Había ganado un concurso de poesía en la escuela. Lo único que dijo fue: "No pierdas tiempo con eso. No te da de comer".

Se encogió de hombros, como si ya no doliera, aunque la grieta seguía allí. Hubo un silencio, pero no incómodo. Como si las palabras necesitaran posarse suavemente antes de continuar.

Martín deslizó una de sus manos sobre la mesa, sin tocarla, pero acercándose.

—Yo tenía una tía que era como mi madre. Me crió desde que tengo memoria. Jamás me abrazó. Pero cada vez que tenía fiebre, ella pasaba la noche entera despierta, mojando un pañuelo para mi frente. Como si esa fuera su forma de decir "te quiero".

Amelia lo miró con atención. Esa era una de las cosas que más le gustaba de él. No llenaba los vacíos con frases hechas. Contaba historias. Pequeñas. Dolorosas. Pero reales.

—Tal vez eso es lo que nos toca ahora —dijo ella—. Aprender otro idioma. Uno que no heredamos, pero que necesitamos para no repetir lo mismo.

—Un idioma de abrazos y de preguntas sin juicio —agregó Martín.

Asintieron ambos, como si hubieran firmado un pacto silencioso. Y en ese asentir se sintió algo que no necesitaba explicación, como un puente entre sus heridas.




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