El timbre del recreo había sonado apenas unos minutos atrás, pero Amelia seguía en el aula, recogiendo libros y enderezando sillas con una precisión casi innecesaria. No era que quisiera ordenarlo todo; simplemente no quería salir. El día había comenzado con una inquietud vaga que no lograba identificar, como si algo invisible la empujara a mantenerse alerta.
Patricia, la maestra de nivel inicial, se asomó por la puerta con una sonrisa tensa.
—Amelia, ¿tienes un minuto?
—Claro, pasa —respondó, dejando sobre el escritorio una pila de hojas por corregir.
Patricia cerró la puerta tras de sí y se sentó frente a ella, con las manos entrelazadas sobre las rodillas. Era una mujer de voz dulce, mirada aguda y una paciencia admirable. Trabajaba con los más pequeños desde hacía más de una década, y pocas cosas lograban perturbarla. Por eso, su tono serio puso en alerta a Amelia de inmediato.
—Quiero hablarte de Liam.
Amelia sintió un pequeño salto en el estómago.
—¿Pasó algo?
—No... nada grave. Al contrario. Es un niño encantador. Respetuoso, amable. Pero... —hizo una pausa— hay algo en él que me desconcierta.
—¡A mí también! —exhaló Amelia, sintiéndose repentinamente aliviada por no ser la única en notarlo.
—Amelia, Liam habla como un niño de ocho o nueve años. Su vocabulario, la forma en que estructura las frases... hasta su entonación. Es como si supiera cosas que los otros chicos ni siquiera pueden imaginar. Hoy, por ejemplo, mientras hablábamos de los planetas, dijo algo que me dejó helada.
—¿Qué dijo?
—Hablaba de las lunas de Júpiter. Con nombres. Io, Europa, Ganímedes... No lo dijo como un dato suelto, sino como si hablara de amigos antiguos. Cuando le pregunté dónde había aprendido eso, me miró como si fuera una pregunta absurda.
Amelia sintió un escalofrío recorrerle la espalda. No era la primera vez que escuchaba algo así de él. Ella misma había notado ciertas frases, ciertas miradas, como si el niño cargara siglos en los ojos.
—No creo que sea solo inteligencia —continuó Patricia—. Hay algo... diferente. Como si recordara cosas que nunca vivió. Como si supiera demasiado de lo que está oculto.
Amelia asintió en silencio. Cuando se quedaron solas nuevamente, no pudo evitar mirar por la ventana, hacia el jardín donde Liam jugaba con otros niños. Estaba sentado sobre la tierra, haciendo figuras con hojas secas y piedritas. Murmuraba algo en voz baja, y por un segundo, ella juró que las hojas parecían moverse solas.
(...)
Esa noche, mientras cenaban, Amelia lo observó con atención. Liam comía en silencio, concentrado, como si en cada mordisco descubriera un nuevo misterio.
—Hoy tu maestra me dijo que sabes mucho sobre las lunas de Júpiter —comentó, con suavidad.
Liam levantó la vista, sin sorpresa.
—Es que estuve allá, creo. O lo soñé. No me acuerdo bien.
—¿Estuviste... en Júpiter?
—No directamente. Estaba cerca. Flotando. Todo brillaba.
Amelia sintió que el té se le enfriaba entre las manos. Liam hablaba con una seriedad que erizaba la piel. No era fantasía. No era juego.
—Y... ¿qué más recuerdas?
—No mucho. Sólo que era hermoso. Y que no estaba solo.
Amelia dejó lentamente su taza sobre la mesa, temiendo que el temblor en sus dedos se notara más de la cuenta. Observó a Liam unos segundos más, en silencio, como si intentara descifrar un lenguaje oculto en su forma de masticar o en la curva leve de sus pestañas.
—¿Y quién estaba contigo? —preguntó finalmente, sin alzar demasiado la voz, como si no quisiera asustar la respuesta.
Liam entrecerró los ojos, pensativo.
—Alguien... alto. Con voz tranquila. No decía muchas palabras, pero yo lo entendía igual. Me enseñaba cosas sin hablar. Como si me las mostrara con la mente.
—¿Y lo extrañas?
—A veces —dijo Liam, sin tristeza—. Pero también sé que él me dijo que tenía que venir. Que aquí había alguien que me estaba esperando desde antes de nacer.
Amelia tragó saliva. Sintió una punzada suave, pero firme, en el pecho. Como si algo invisible se hubiera encajado allí, sin aviso.
—¿Y sabes quién es esa persona?
Liam levantó la mirada, directo hacia sus ojos. No sonrió. No pestañeó. Sólo asintió.
—Eres tú.
La maestra sintió que se le encogía el alma. No por miedo. No por duda. Sino porque, en lo más profundo, esa frase se sintió como verdad.
Y mientras el reloj marcaba las ocho y media, y la lluvia empezaba a golpear con ritmo en los cristales de la ventana, Amelia supo con una certeza dolorosa y dulce que aquel niño no había llegado por azar. Que no importaba si hablaba de lunas, de galaxias o de recuerdos imposibles.
Lo que importaba era que estaba ahí. Y que la había elegido.
Sin saberlo, Amelia acarició el borde de su taza con los dedos, como si buscara el calor que ya se había ido.
—Entonces, Liam —susurró, casi como una promesa—, me alegra tanto que hayas venido.
Él no respondió. Sólo volvió a comer en silencio.
Pero su sonrisa, leve y fugaz, fue suficiente para que Amelia entendiera que acababan de sellar algo invisible. Algo eterno.
(...)
El sábado amaneció gris, pero cálido. Amelia decidió salir con Liam al pueblo. Necesitaban pan, frutas y algo para cenar. El mercado se desplegaba como siempre en la plaza principal: puestos coloridos, voces cruzadas, el olor del pan recién horneado mezclado con lavanda y tierra mojada.
Liam iba de la mano de Amelia, con su gorrito azul y su bufanda larga. Miraba todo con la curiosidad intacta de quien nunca deja de asombrarse.
Se detuvieron frente al puesto de frutas. Mientras Amelia elegía manzanas, sintió un movimiento brusco a sus espaldas. Se giró, y vio a un hombre desalineado, con la ropa sucia y los ojos desorbitados, que los observaba desde el otro lado del camino.
El vagabundo se detuvo en seco. Miró a Liam como si hubiera visto un espectro. Dio un paso atrás, tropezó, y comenzó a gritar.