Por la mañana siguiente, Martín encontró un viejo contacto: una trabajadora social jubilada que había trabajado durante años en zonas rurales con niños sin documentos. La mujer, de nombre Eusebia, vivía en una casa baja, rodeada de árboles añosos y un jardín enredado de jazmines. El aire olía a tierra mojada, a hojas secas, a tiempo detenido. Cuando los recibió, llevaba un pañuelo atado a la cabeza y una taza de té de tilo en las manos.
—Pasen, pasen. Me alegra que alguien aún crea en las búsquedas imposibles —dijo con una voz ronca pero cálida, que parecía haber consolado muchas veces.
Amelia y Martín se sentaron frente a ella, en un living lleno de libros polvorientos, tapices viejos y fotografías en blanco y negro de niños que no estaban firmadas. Había una radio antigua que parecía no funcionar, y sobre la mesa, un cuaderno de tapas de cuero abierto por la mitad.
Eusebia los observó como si los hubiera estado esperando.
Le contaron todo. Desde la carta hasta los dibujos. Desde el broche hasta la lámpara azul. Eusebia escuchó con los ojos entornados, sin interrumpir. No tomó notas. Solo asentía con la cabeza, como si las palabras se le quedaran pegadas a la piel.
Al final, tomó la foto de Liam en sus manos, como si quisiera tocar su energía. La sostuvo durante un largo rato. Amelia notó cómo los dedos de la mujer temblaban apenas.
—Ese niño no pasó por mis manos —dijo, devolviéndola con suavidad—. Lo recordaría. Tiene una energía… distinta.
—¿Distinta cómo? —preguntó Amelia, en voz baja.
Eusebia se quedó callada un momento. Luego alzó los ojos hacia ellos.
—No sé explicarlo. Como si supiera más de lo que debería. Como si llevara una historia muy vieja en un cuerpo muy joven. Como si hubiese vivido más de una vez.
Martín y Amelia intercambiaron una mirada. No era la primera vez que alguien decía algo así. Pero en boca de esa mujer, sonó más cerca de una advertencia que de un halago.
—¿Ha conocido niños así antes? —preguntó Martín.
Eusebia asintió lentamente.
—Pocos. Muy pocos. Y no todos se quedan. A veces… solo vienen a enseñarnos algo. Y luego se van. No los busca nadie. Nadie los inscribe. Pero uno no se los olvida jamás.
Amelia sintió un frío en el estómago. Como si esas palabras fueran un eco de lo que ya temía.
—Liam no se va a ir.
Eusebia la miró con una compasión que no necesitaba lástima.
—Eso no lo decides tú, hija. Pero sí puedes quedarte hasta el final. A veces eso es lo que más importa.
Se despidieron con un abrazo largo. Eusebia les deseó suerte con un apretón de manos firme. Y mientras se alejaban por el camino de tierra, Amelia no pudo evitar mirar hacia atrás. La mujer seguía en el porche, como si los despidiera no solo de su casa, sino de una frontera invisible entre lo tangible y lo inexplicable.
El jardín parecía más silencioso al irse. Como si las plantas también se hubieran detenido a escuchar.
Regresaron a casa con el corazón más pesado que antes.
El viaje de vuelta fue silencioso esta vez. Martín conducía con una mano en el volante y la otra apoyada en el regazo de Amelia, que no soltaba el broche con la piedra azul desde que salieron.
La noche cayó sin ceremonias. Una luna fina asomaba entre las nubes como una pestaña encendida. Amelia se duchó sin prisa, con el agua tibia cayéndole en la espalda como si intentara aflojar el nudo que tenía en el pecho. Pero el nudo no cedía.
Se sentó en el borde de la cama, con el cabello mojado, el camisón viejo y el broche entre los dedos. Lo sostuvo como si fuera una brújula.
—Por favor —susurró—. Dame una señal. Lo que sea. Algo que me indique que no estoy perdiendo la razón.
Apoyó el broche en la mesa de luz y se recostó, agotada. Martín ya dormía en el sofá, dándole espacio, como si presintiera que esa noche ella necesitaba estar sola. No durmió enseguida. Pero cuando el sueño finalmente la alcanzó, lo hizo con fuerza.
Y entonces soñó con la lámpara azul.
No era un sueño cualquiera. Tenía la textura de los recuerdos, pero el perfume de lo que aún no ha pasado. En el sueño, estaba en una habitación que no conocía, pero que su cuerpo reconocía. Las paredes eran de un azul pálido, y sobre una mesita de madera tallada, descansaba la lámpara. Encendida. Iluminando apenas un libro abierto y una taza humeante.
Liam no estaba. Pero sí había una voz.
Una voz masculina. Profunda. Suave. Conocida.
—No todo lo que falta está perdido —decía—. A veces solo está dormido.
Amelia giró en su sueño. Y allí lo vio.
Su padre.
Sentado junto a la lámpara, con la misma camisa gris que solía usar los domingos, el mismo perfume tenue de colonia antigua. La miraba sin hablar. Pero sus ojos ya no eran duros. Eran tristes. Y también sabios. Como si supiera lo que ella buscaba y lo que aún no estaba lista para encontrar.
—Papá —murmuró—. ¿Qué tengo que hacer?
Él no respondió con palabras. Solo señaló el broche. Y luego, un cuadro colgado detrás de él. Una fotografía que ella no recordaba haber visto nunca.
Era una casa.
La misma casa que Liam había dibujado.
La lámpara azul colgaba en el porche.
Y entonces despertó.
El corazón le latía con fuerza. Se sentó en la cama, jadeando como si hubiera corrido. El cuarto estaba en silencio, pero aún sentía la voz de su padre resonando en los huesos.
Se levantó de un salto. Corrió hacia el cajón donde había guardado los álbumes familiares. Rebuscó entre las fotos. Algunas estaban dobladas, otras descoloridas. Y entonces, entre dos sobres rotos, la encontró.
Una foto antigua.
Una casa azul con una lámpara en el porche.
La misma.
En el reverso, una fecha. Y una palabra escrita con letra masculina: Córdoba.
Amelia parpadeó.
Era imposible.
Y, sin embargo, ahí estaba.
Sostuvo la foto en alto, con los dedos temblando.
El broche. El sueño. Su padre. Todo parecía apuntar hacia un solo lugar.