Cuando brillen las estrellas

Capítulo 20

La decisión de viajar no se tomó con palabras grandilocuentes ni promesas solemnes. Fue un acuerdo tácito, tejido entre miradas cómplices y noches de insomnio. Amelia y Martín sabían que no podían quedarse quietos. No después de todo lo que Liam había dicho, dibujado, sentido. La fotografía de la casa con la lámpara azul se les había quedado tatuada en la memoria. Y aunque aún no tenían una dirección exacta, ni una razón concreta, sabían que Córdoba era el siguiente paso.

—¿Estás segura de que quieres hacer esto? —preguntó Martín mientras doblaban la ropa para el viaje.

Amelia lo miró por encima del hombro.

—No. Pero también sé que no puedo quedarme sin intentarlo.

Dejar a Liam fue lo más difícil. Lo dejaron al cuidado de Elena, quien, pese a su carácter estructurado, tenía una ternura natural cuando se trataba de él. Le prometieron que estarían de vuelta en dos días, que lo llamarían cada noche, que le traerían una sorpresa. Liam solo asintió, como si supiera que ese viaje era importante. Como si ya hubiera estado allí.

—No olvides mirar las estrellas —le dijo a Amelia al despedirse—. Tal vez te digan algo.

(...)

El viaje fue largo. Más de cinco horas en auto, cruzando caminos que serpenteaban entre campos dorados, lomas suaves y caseríos detenidos en el tiempo. Amelia pasaba el dedo por el vidrio empañado del auto, dibujando líneas invisibles. Pensaba en su padre. En cómo, en alguna conversación perdida, él mencionó una casa vieja de su infancia. Creía recordar que estaba en Córdoba. Pero la memoria tenía huecos, y lo poco que quedaba era apenas un eco.

Al llegar a la ciudad, el aire tenía otro olor. Más seco, más terroso. Era un pueblo grande disfrazado de ciudad, con calles anchas, árboles altos y casas con techos de tejas color sangre. Buscaron alojamiento en una hostería modesta cerca de la plaza central. Luego salieron a caminar, con la foto que Amelia había encontrado entre las cosas de su padre en las manos. Una imagen vieja, en blanco y negro, donde apenas se distinguía una fachada con una puerta de madera y un árbol torcido frente al jardín.

Preguntaron en negocios, a vecinos, en cafés. La mayoría negaban con la cabeza. Algunos sugerían calles al azar. Otros simplemente decían que esa casa no existía más.

La frustración comenzaba a asentarse cuando, al salir de una antigua biblioteca barrial, un hombre mayor que vendía diarios en la esquina los observó con atención.

—¿Qué buscan, chicos? —preguntó con voz rasposa.

Martín se acercó con la foto en la mano.

—Estamos tratando de ubicar esta casa. Creemos que está o estuvo aquí, en Córdoba. Es importante para ella.

El hombre tomó la imagen, ajustó los anteojos y entrecerró los ojos.

—Mmmm... esto me suena. Muy al sur, casi saliendo de la ciudad. Cerca de donde estaba el viejo hogar de niños.

—¿Un hogar? —preguntó Amelia, sorprendida.

—Sí, sí. Un tal “San Ignacio” o algo así. Hace mucho que cerró. No quedó nada ahí más que ruinas y yuyos. Pero esa puerta... sí, la recuerdo.

El corazón de Amelia dio un salto.

—¿Podría llevarnos?

El anciano dudó.

—Está lejos. Y no hay mucho para ver. Pero sí, puedo marcarles el camino.

Les dio indicaciones a mano, con palabras más que con calles, y media hora después, luego de cruzar un camino rural flanqueado por álamos, llegaron al lugar.

El aire alrededor del edificio parecía más frío, como si el tiempo mismo se hubiese quedado atrapado entre esas paredes descascaradas. Martín rodeó la estructura primero, mirando en silencio los restos oxidados de lo que alguna vez fue un columpio. Amelia avanzó unos pasos hacia la entrada, la foto en la mano, como si necesitara comparar cada grieta de la fachada con su recuerdo borroso.

—No entiendo —dijo en voz baja, como si hablara para sí misma—. Mi padre… él hablaba de una casa antigua. De cuando era chico. Siempre pensé que era una casa de campo de algún familiar, algo íntimo, algo… suyo.

Entraron con cautela. El suelo crujía bajo sus pasos. Las ventanas estaban rotas, y por los huecos se colaban haces de luz difusa que iluminaban polvo suspendido en el aire. Había habitaciones alineadas como celdas, algunas con restos de muebles diminutos, otras completamente vacías. En una de ellas, Amelia vio una silla infantil volcada junto a una muñeca sin cabeza.

—Esto no se parece a una casa familiar —murmuró Martín, tocando el marco de una puerta.

Amelia no respondió. Caminó hacia lo que parecía una sala común, un espacio amplio con restos de bancos alineados y una pizarra corroída por la humedad. Se detuvo al centro, girando sobre sí misma lentamente, como si buscara algo que no sabía cómo nombrar.

—¿Qué es este lugar? —preguntó, casi con angustia—. ¿Qué es lo que mi papá no me contó?

Fue entonces cuando escucharon pasos detrás de ellos. El anciano del kiosco había llegado, caminando con lentitud y apoyándose en su bastón. Observó el interior por unos segundos antes de hablar.

—¡Vaya! Sigue en pie —comentó con un dejo de melancolía—. Más o menos.

—¿Usted recuerda este sitio? —preguntó Martín.

El hombre asintió.

—Claro que sí. Hace mucho que no venía. Pero sí… mi casa quedaba a unas cuadras. Veía a los chicos jugar en el jardín, detrás del edificio. Había muchos. Siempre llegaban más.

Amelia entrecerró los ojos.

—¿Muchos? ¿Vivían aquí?

El anciano la miró, como sorprendido por la pregunta.

—Claro. Este era un hogar. Un internado de niños. De los de antes. De los que no tenían a nadie. Se llamaba San Ignacio. Aunque muchos solo le decían “el hogar del sur”. Cerró en los noventa, creo. Luego nadie quiso hacerse cargo del edificio.

Amelia sintió que algo se le desacomodaba por dentro.

—¿Un hogar… de huérfanos?

—Sí, señorita. ¿No lo sabían?

Ella negó con la cabeza, lentamente.

—No… no. Yo creí que era una casa de mi familia. Que mi papá vivió aquí con parientes.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.