Elena solía decir que nada la sorprendía. Había escuchado todo tipo de historias en su trabajo: niños rotos por el abandono, familias desbordadas, adultos que juraban amor pero no sabían sostenerlo. Creía que, con los años, había construido una coraza discreta, una especie de filtro interno que le permitía hacer su trabajo sin que las emociones la desviaran.
Hasta Liam.
La casa estaba silenciosa aquella tarde. Amelia y Martín habían partido hacia Córdoba por un asunto personal, y ella se había ofrecido a quedarse con el niño unos días. Teresa estaba al tanto, por supuesto, y ya habían comenzado a intercambiar correos con posibles alternativas de cuidado permanente.
Elena pensaba dedicar esa tarde a completar informes. Tenía su computadora abierta sobre la mesa del comedor, el café a medio terminar, y varios documentos dispersos frente a ella. Liam estaba en el jardín trasero, jugando solo, descalzo, con Cosmo entre las manos. Desde la ventana, lo observó girar sobre sí mismo, brazos abiertos, como si hablara con el viento.
—Liam —dijo cuando él entró, con las mejillas sonrojadas y una hoja pegada al cabello— ven, necesito hacerte unas preguntas para mi reporte.
—¿Esas preguntas de adultos con cara seria?
Elena sonrió, a pesar de sí misma.
—Más o menos. Pero no va a doler.
Liam trepó a la silla frente a ella con la naturalidad de quien se sienta a una conversación importante. Cosmo ocupó su propio espacio junto al tazón vacío de cereales.
—¿Cómo te has sentido viviendo con Amelia?
—Como una estrella que encuentra su órbita.
La respuesta la descolocó. Elena parpadeó.
—¿Qué quieres decir?
—Que antes estaba dando vueltas, pero sin rumbo. Ahora sé a dónde mirar cuando no entiendo algo.
Ella anotó algo en su libreta, aunque no supiera del todo qué poner.
—¿Te ha tratado bien?
—Me escucha aunque no entienda todo lo que digo. Eso es tratar bien, ¿no?
—Sí. Sí, lo es.
Elena se quedó un momento en silencio, mirándolo. Liam no evitaba su mirada, pero tampoco la desafiaba. Tenía esa clase de presencia serena que desconcertaba, como si supiera más de lo que decía, pero respetara los tiempos de los otros para descubrirlo.
—¿Sabes que muy pronto vamos a tener que hablar con un juez sobre dónde es mejor que vivas?
—Sí. Teresa me lo dijo.
—¿Y qué opinas tú?
Liam apoyó una mano sobre Cosmo y la otra sobre la mesa. Su voz bajó un poco.
—A veces los adultos hacen preguntas como si no supieran que ya lo saben.
—¿Tú crees que ya lo sé?
—Creo que sí. Pero tienes miedo.
Elena no supo qué responder. Algo en el tono de Liam no era desafiante. Era suave. Casi compasivo.
—¿Miedo de qué?
—De equivocarte. O de ver cosas que no puedes escribir en tus papeles.
Elena lo miró en silencio. Había algo insoportablemente cierto en esas palabras. Porque era eso lo que la desvelaba últimamente: que lo que ocurría entre Amelia y Liam no cabía en ningún informe, no se dejaba encuadrar bajo ninguna normativa.
—¿Puedo hacerte yo una pregunta? —dijo ella, quizás para tomar el control de nuevo.
Liam asintió.
—¿Quién te enseñó a hablar así?
—Nadie. Pero a veces escucho cosas.
—¿Qué cosas?
—Historias viejas. Voces que vienen del cielo. Como si fueran estrellas que no se apagan.
Elena intentó mantener la expresión neutral, aunque se le helaron los dedos. No por miedo, sino por algo más primitivo: una especie de certeza inexplicable.
—¿Y esas estrellas te dicen cosas sobre Amelia?
—No. Las estrellas no me dicen nada de ella. Con ella no necesito estrellas.
—¿Por qué?
—Porque ella ya es una. Pero de las que bajan a caminar.
Elena no supo qué hacer con esa frase. Tenía el impulso de sonreír y de llorar al mismo tiempo.
—¿Y tú? ¿Quién eres tú, Liam?
El niño la miró por primera vez con una seriedad que no había mostrado hasta entonces.
—Soy uno que volvió.
La frase cayó como una piedra en el centro de un lago.
—¿Volviste de dónde?
—No me acuerdo de todo. A veces solo sé que ya estuve en ciertos lugares, aunque no los reconozca con los ojos. Es como un eco. Pero más suave.
—¿Y por qué volviste?
—Porque todavía había algo que tenía que hacer.
Elena tragó saliva. De repente, sus papeles le parecieron absurdos. Las leyes, ridículamente pequeñas. Los plazos, casi ofensivos.
—Liam… ¿y si no te dejan quedarte con Amelia?
—Entonces yo voy a esperarla. En otro lugar. Pero sé que va a encontrarme otra vez.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Porque hay cosas que ya están escritas. Aunque nadie las entienda todavía.
Elena bajó la mirada. No sabía por qué le temblaban las manos. Tal vez porque por primera vez en años no estaba segura de estar preparada para decidir el destino de un niño. Y mucho menos de uno que hablaba como si el universo le hubiera confiado secretos.
Liam bajó de la silla con cuidado, tomó a Cosmo y antes de salir del comedor, dijo:
—A veces, para ver bien, hay que cerrar los ojos un ratito. Tú puedes hacerlo. Ya casi estás lista.
Y se fue al jardín.
Elena no escribió nada el resto de la tarde. Solo se quedó allí, con la taza fría entre las manos, mirando una hoja en blanco. Y por primera vez en su carrera, pensó que tal vez no todo podía resolverse desde un escritorio.