Cuando brillen las estrellas

Capítulo 24

Elena llegó a la casa de Amelia apenas pasadas las nueve de la mañana. Había aceptado cuidar de Liam por unas horas mientras Amelia y Martín atendían una reunión con la abogada. Aunque no era algo que soliera hacer, lo había aceptado sin pensarlo mucho. Quizás por cariño, quizás por curiosidad. O quizás porque, en el fondo, algo en ese niño le despertaba una inquietud que no sabía nombrar.

Liam la recibió con una sonrisa soñolienta, el pelo revuelto y una taza de cacao tibio entre las manos.

—¿Hoy tú me cuidas? —preguntó, sentándose en el sillón del living con los pies colgando.

—Así es, joven señor —respondió Elena con una sonrisa—. Estoy a tu entera disposición.

—Entonces, tú mandas... pero solo un poquito, ¿sí? —aclaró él, serio.

—Trato hecho.

Pasaron la mañana armando rompecabezas sobre la alfombra y hojeando libros ilustrados. Elena, acostumbrada a moverse entre expedientes y diagnósticos, se sorprendió al sentirse cómoda allí, en el caos simple de los juguetes esparcidos y las risas espontáneas. Liam tenía esa cualidad extraña de hacer que el tiempo se volviera más liviano. Incluso su manera de hablar, a ratos tan madura y otras veces absurda, resultaba hipnótica.

En un momento, mientras hojeaban un libro de animales, Liam señaló un colibrí dibujado en una página.

—Este me visita a veces. En las mañanas.

—¿Un colibrí? ¿Aquí? —preguntó Elena, intrigada.

—Sí. Siempre llega cuando estoy pensando en cosas que no sé cómo decir. Se queda quieto, mirándome. Como si también estuviera esperando que yo entienda algo.

Elena lo miró con atención, pero decidió no interpretar. No aún.

—¿Sabes jugar al ajedrez? —preguntó Liam de pronto, sacando de una caja un tablero antiguo.

—Un poco. Aunque hace mucho que no juego.

Liam acomodó las piezas con una destreza que no coincidía con su edad. Elena lo observó en silencio. No era solo la rapidez con la que colocaba las piezas, sino el modo en que lo hacía: concentrado, casi solemne. Como si cada movimiento tuviera un peso mayor del que ella alcanzaba a ver.

—Mi papá también jugaba. Pero no con piezas —dijo Liam de pronto, mientras movía un alfil.

—¿Cómo que no con piezas?

—Jugaba con personas. Les decía dónde ir, qué hacer. Como si fueran fichas.

Elena parpadeó. No era una frase común para un niño de cinco años. Sonrió, pero su mente ya analizaba. Intentó que su tono no sonara alarmado.

—¿Y tú cómo sabes eso?

Liam se encogió de hombros.

—Porque me acuerdo. Aunque no debería. Algunas cosas... me acuerdo antes de que pasaran.

—¿Antes de que pasaran?

—Ajá. Como si fueran ecos de algo que todavía no llega, pero que ya viví en otra parte. —Tomó un peón y lo sostuvo entre los dedos—. Este no quiere moverse hoy. Dice que está cansado de pelear.

Elena soltó una risa suave, sin convicción. Decidió no presionar. Pero anotó mentalmente las palabras.

—¿Y te gustan esos recuerdos?

—Algunos sí. Otros me dan frío, como si estuviera cayendo... pero sin llegar al piso. —Se quedó pensativo—. Aunque ahora ya no caigo tanto. Aquí es más blandito.

Elena lo miró. Por primera vez, sintió un leve escalofrío. Ella, tan racional, tan analítica, no solía dejarse llevar por las sensaciones. Pero había algo en Liam que desafiaba sus estructuras. Algo que desentonaba con todo lo que conocía sobre el desarrollo infantil, sobre la memoria, sobre el trauma.

—¿Tú sabes qué es un alma vieja? —preguntó en voz baja, casi para sí.

Liam asintió con la cabeza, sin levantar la vista del tablero.

—Sí. A veces me pesa un poquito. Pero cuando dibujo o canto, se me aligera.

Elena sintió que algo en su pecho se apretaba y no supo por qué. Cerró el tablero con suavidad y propuso preparar algo para comer. Necesitaba moverse. Respirar. Ordenar las ideas que el niño acababa de poner patas arriba.

Lo apuntó mentalmente para conversar luego con Amelia. Con mucha delicadeza.

(...)

Por la tarde, ya de regreso, Amelia y Martín agradecieron a Elena su ayuda. Ella se despidió con una frase ambigua: "Liam tiene un mundo propio... pero está aprendiendo a invitar gente adentro". Luego se marchó, dejando una semilla de inquietud flotando entre ellos.

Martín preparaba café en la cocina cuando Amelia volvió del cuarto de Liam. Había dejado al niño dormido con un cuento a medio terminar.

—¿Cómo viste la reunión? —preguntó ella, apoyada en el marco de la puerta.

—Complicada. Si no encontramos documentación clara como el abogado sugirió, las cosas se van a estancar. Y sin papeles, todo se reduce a relatos. Suena frágil.

—¿Y qué sugieres? —Amelia cruzó los brazos.

—Que quizás deberíamos dejar de buscar en el pasado. Que enfoquemos en cuidar lo que tenemos ahora.

Ella lo miró, incrédula.

—¿Dejar de buscar? Martín, Liam no apareció por casualidad. Hay cosas que no sabemos, y creo que tenemos el derecho de entenderlas.

—Sí, pero también tenemos el deber de protegerlo. ¿Y si remover todo esto solo lo confunde más?

—¿Y si entender su historia lo ayuda a sanar? —Amelia alzó la voz, sin querer.

Martín bajó la vista, dejó la taza sobre la mesada.

—Solo digo que hay que tener cuidado. Tú estás buscando respuestas... y yo solo quiero que él esté bien.

—No somos enemigos, Martín.

—Lo sé. Pero a veces siento que tú estás en una carrera hacia algo, y yo solo estoy intentando no perderte.

El silencio se instaló entre ellos. No era frío, pero era denso. Un silencio de personas que se quieren, pero no logran sincronizar el ritmo del corazón.

(...)

Horas más tarde, ya entrada la noche, Amelia escuchó pasos sobre el altillo. Pensó que quizás era un gato. Pero al subir, encontró a Liam sentado en el suelo, rodeado de polvo y papeles.

—¿Qué haces aquí? —preguntó, acercándose con cuidado.

—Buscaba la lámpara para mi rincón de cuentos... pero encontré esto.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.