El atardecer se había deslizado por las ventanas con una suavidad casi tímida, pintando la sala con tonos ámbar y violetas. Amelia estaba sentada en el viejo sillón de su padre, el mismo en el que solía quedarse dormido frente al televisor cuando ella era niña. Acariciaba el respaldo con los dedos, como si al hacerlo pudiera tocar aquellos fragmentos rotos del pasado.
Del otro lado de la habitación, una caja de cartón abierta desbordaba papeles, fotos y cartas que Liam había encontrado en el altillo. Había subido buscando una lámpara, pero encontró otra cosa: la verdad. La vida de un hombre que nunca supo ser padre, pero que, a su modo torpe y desordenado, había intentado amar.
En sus manos sostenía una carta fechada un mes antes de su muerte. Era para ella. Nunca la había enviado.
"Querida Amelia..."
La letra era inconfundible. Desprolija, inclinada hacia la izquierda, como si el peso de las palabras lo arrastrara. En cada línea, su padre hablaba de los errores, de las decisiones cobardes, de las veces que eligió el silencio porque creía que era mejor que decir lo equivocado. Hablaba de su madre. Del dolor. Y del orgullo secreto que sentía por ella, aunque nunca se lo dijo.
Amelia leyó cada palabra con lágrimas cayendo lentas, como si su alma las dejara escapar gota a gota. No fue una carta redentora, ni poética. Fue torpe, brutalmente honesta, llena de vacíos entre líneas. Pero era lo más cercano a una disculpa que él había sido capaz de dar.
Cuando terminó de leerla, apoyó la carta sobre su regazo y respiró hondo. Por primera vez en mucho tiempo, no sintió rabia. Tampoco tristeza. Lo que sintió fue espacio. Como si algo pesado se hubiera levantado del pecho y ahora pudiera llenar ese lugar con algo más liviano.
—Te perdono —susurró, mirando el marco con la única foto que conservaba de ambos. No era solo para él, también lo era para ella.
El perdón no fue una epifanía ni un momento brillante. Fue silencioso, sereno. Como una lluvia mansa que lava la tierra sin hacer escándalo. Sintió cómo la niña que había sido, la que se había dormido tantas noches deseando que él la abrazara, le tomaba la mano por dentro y asentía.
Ya está. Podemos seguir.
Fue en ese instante que lo entendió todo. Que entendió a Liam. Él no era solo un niño. Era una pieza perdida, un símbolo, un espejo en el que se había reflejado su herida... y también su sanación. Había llegado para guiarla a través del laberinto que ella misma había construido durante años. Y ahora, quizás, su misión estaba cerca de completarse.
Amelia cerró la caja con la carta dentro y la dejó sobre el estante. Se acercó a la ventana y contempló el cielo que comenzaba a oscurecerse.
Por primera vez en mucho tiempo, no le temía a la noche.
(...)
La noche había caído sin estridencias. Era una de esas noches sin luna, donde el cielo parece apagarse por completo y las estrellas se ocultan tras un velo invisible. La casa estaba en silencio. No uno tenso, sino uno profundo, como el que se posa sobre los lugares sagrados. Amelia lo sintió en la piel antes que en los pensamientos. Era como si el tiempo caminara más lento esa noche. Como si algo estuviera a punto de suceder, o de terminar.
Liam había estado más callado desde la tarde. No dibujó, no preguntó cosas extrañas ni hizo voces para Cosmo, su peluche inseparable. Se había limitado a sentarse junto a la ventana, mirando el jardín sin ver. Amelia lo había observado desde la cocina, fingiendo que lavaba los platos, pero con los ojos puestos en él. Había algo en su quietud que no encajaba. Como si estuviera despidiéndose en silencio de cada cosa que lo rodeaba.
Después de la cena, que apenas probó, Liam se cepilló los dientes sin que se lo pidieran dos veces, se puso su piyama de estrellitas y se metió en la cama sin protestar. Cosmo ya estaba acomodado en la almohada, esperándolo como cada noche. Amelia se acercó con la manta en brazos, lo arropó con una ternura que dolía y se sentó a su lado. La luz de la lámpara de noche, con forma de luna, iluminaba el rostro del niño con una palidez suave. Era hermoso, pensó ella. Hermoso de una forma que iba más allá de lo físico. Como si brillara desde adentro.
—¡Listo! —dijo Amelia con una sonrisa fingida, intentando sonar animada—. Ahora, a dormir.
Liam no respondió de inmediato. Sus ojos estaban fijos en el techo, pero su expresión era tranquila. Como si no le preocupara el sueño, ni la noche, ni el mundo.
Entonces habló.
—Ya está, Amelia. Mi misión terminó.
Fue una frase simple. Casi como si estuviera comentando que la lluvia había parado o que el día se había hecho más corto. Pero a Amelia le cruzó el pecho como una cuchilla.
—¿Qué estás diciendo? —preguntó ella en un susurro. La voz apenas le salió.
—Tú ya me recordaste. Y también lo recordaste a él.
Amelia sintió que el mundo giraba lento. Su garganta se cerró.
—Ya no me necesitas —continuó Liam, sin drama—. Mi parte en tu historia ya está.
—¡Eso no es verdad! —Amelia se inclinó hacia él, le acomodó el cabello con manos que temblaban. Intentó sonreír, contener la angustia—. Yo te necesito. Te necesito todos los días.
Liam la miró. Y en sus ojos había algo que ella no había visto nunca en un niño. Una clase de comprensión que no se aprende en la infancia. Una ternura infinita, sin juicio, sin prisa.
—Pero no soy tuyo. Solo vine a prestarme un ratito.
La frase cayó como una piedra en el centro del corazón de Amelia. Ella abrió la boca, pero ninguna palabra salió. ¿Cómo se responde a algo así? ¿Cómo se razona con un niño que parece llevar dentro la sabiduría de muchas vidas?
—No digas eso... —acertó a decir al fin—. No eres un ratito. Eres mi hogar. Mi familia. Mi hijo.
Liam asintió con suavidad. Le tomó la mano y la apretó apenas.
—Y eso no va a cambiar. Solo que... no seré por siempre.
Amelia apretó los labios. Sintiendo cómo algo se rompía adentro. Una pieza de cristal invisible. Algo que había sostenido la esperanza con fuerza hasta ahora.