Cuando brillen las estrellas

Capítulo 26

El mundo se sentía distinto esa mañana.

No por el clima, ni por el color del cielo, ni siquiera por los ruidos del vecindario. Era algo en el aire. Algo en su cuerpo. Como si las cosas que siempre habían tenido forma, ahora flotaran más livianas. Como si todo empezara a aflojarse un poco por dentro.

Liam se despertó sin que nadie lo llamara. Abrió los ojos y supo, sin entender del todo cómo, que ese día sería especial. Se sentó en la cama, observó el rayo de sol que se colaba por la ventana y pensó: ya casi es hora.

No le dolía. No tenía miedo. Pero sí sentía algo parecido a la nostalgia, esa sensación nueva que había aprendido en los últimos días. Una especie de tristeza suave, tibia, que no lastima, pero que hace más lento el movimiento del pecho. Era como un eco que resonaba por dentro. Como si el tiempo caminara más lento solo para que pudiera decir adiós con calma.

Se levantó en silencio, caminó por la casa descalzo, tocando con la punta de los dedos cada cosa que le era familiar: la mesa de madera donde dibujaban, la maceta con forma de gato que Amelia había comprado en una feria, el marco de fotos con una imagen de los tres. Amelia, Martín y él. Sonriendo como si el tiempo no pasara. Tocaba las cosas con cuidado, como si con cada contacto se despidiera de una parte de sí mismo.

En la cocina, preparó cacao como Amelia le había enseñado. Dos cucharadas, no más. Revolver en círculos. No dejar que hierva. Se sentó en su rincón favorito, la esquina junto a la ventana, con la taza caliente entre las manos. Desde allí veía el árbol que siempre le pareció un poco mágico. El que parecía hablar en el silencio, cuando nadie miraba.

Recordó.

Recordó la primera vez que Amelia lo abrazó sin miedo. Recordó cuando ella lo escuchó cantar bajito y le dijo que su voz parecía venir de otro lado. Recordó la noche en que Martín le enseñó a marcar los acordes en la guitarra aunque sus dedos no alcanzaban todas las cuerdas. Recordó el día que se enfermó y ella no lo dejó solo ni un segundo.

Recordó también otras cosas.

Los momentos de silencio en los que sentía que no pertenecía del todo a este mundo. Las noches en que soñaba con voces que no conocía y despertaba con lágrimas sin saber por qué. Las veces que supo qué diría alguien antes de que hablara. O cuando un animal se le acercaba sin miedo, como si lo reconociera. O el día que un desconocido lo miró a los ojos y, sin saber por qué, se echó a llorar.

Y pensó: ella ya lo sabe. No todo, pero lo importante sí. Pensó también en Martín, en su manera de estar sin apurar, en ese cariño que no pedía nada a cambio. En la forma en que lo miraba cuando creía que Liam no lo notaba. Con ternura, sí, pero también con una especie de respeto que no muchos adultos tienen hacia los niños.

Liam sabía que algo dentro de él se preparaba para cambiar. Que esa casa, que ahora le pertenecía en todos los sentidos, pronto quedaría atrás. O mejor dicho, él quedaría atrás de esa casa. Como quien sube al último escalón de una escalera invisible. Una parte de él ya empezaba a hablar distinto, a pensar en un lenguaje sin palabras. Como si algo antiguo despertara lentamente.

Gabriel está despertando, pensó. No con tristeza. Con certeza.

No sabía exactamente cómo sería el momento. No imaginaba si sería de golpe o despacito. Si dolería. Si dejaría de hablar como Liam y empezaría a recordar cosas que aún estaban dormidas. Pero sabía que estaba cerca. Y que eso significaba, de alguna forma, despedirse. Una despedida suave. Como esas canciones que terminan en un acorde que no se apaga del todo.

Miró sus manos. Le parecieron distintas. Más livianas. Como si ya no fueran solo suyas. Como si pertenecieran también a otra historia que estaba por empezar.

Salió al jardín. El sol le daba en la cara y el viento le agitaba el pelo como si jugara con él por última vez. Se sentó en el pasto y hundió los dedos en la tierra húmeda. Cerró los ojos. Escuchó. Podía sentir cómo la tierra hablaba. No con palabras, sino con memoria. Como si reconociera su piel.

Y mientras el mundo seguía su curso, Liam le habló al cielo sin usar palabras:

Gracias por traerme aquí. Gracias por darme esta oportunidad. Gracias por Amelia.

Abrió los ojos y se quedó mirando las nubes. Una tenía forma de ala. Otra parecía un violín. Una tercera, una lágrima que se deshacía. Y sonrió. Porque las cosas hermosas siempre dejan señales, incluso cuando están a punto de terminar. Cada forma era como una despedida codificada en el cielo, un lenguaje secreto que solo él entendía.

Se puso de pie y caminó hacia el columpio viejo. Se sentó y se dejó mecer por la brisa. Cerró los ojos otra vez. Imaginó que volaba. Que subía alto, altísimo, más allá de las casas, de las calles, incluso de los pensamientos. Un lugar donde Liam y Gabriel eran uno solo. Donde no hacía falta explicar nada.

Amelia lo encontró así, minutos después. Se sentó a su lado, sin decir nada. Él apoyó la cabeza en su hombro.

—¿Estás bien? —preguntó ella.

—Sí —respondió él con una sonrisa leve—. Solo estoy recordando todo lo bonito.

—¿Tienes miedo? —ella apenas susurró.

—No. Porque sé que vas a estar bien. Aunque me vaya.

Amelia no dijo nada. Apretó los labios y lo abrazó fuerte. Como si su abrazo pudiera contenerlo, sostenerlo, anclarlo un poco más. Como si ese abrazo fuera su forma de decir: no te suelto todavía.

—Aún no te vas —dijo ella, como si eso pudiera estirar el tiempo.

—No del todo —respondió él—. Todavía soy Liam. Un poquito más.

—¿Y después?

—Después... vas a conocer a alguien que ya está en mí. Solo que con otros ojos. Pero él también te va a querer mucho. Igual que yo.

Se quedaron así, en silencio. Con los ojos cerrados. Como si supieran que ese momento iba a quedarse guardado para siempre.

Porque a veces el amor no necesita futuro. Porque algunas despedidas son solo transformaciones.




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