El sol había salido, pero no había luz. El mundo parecía cubierto por una neblina espesa, como si el cielo no pudiera decidir si era de día o no. Amelia caminaba en círculos por la cocina, el celular en la mano, sin marcar a nadie. Llevaba horas sin dormir. Había amanecido en la silla, con la espalda encorvada y la mirada fija en el reloj de pared, como si pudiera detener el tiempo si lo miraba lo suficiente.
Liam seguía dormido. O al menos eso quería creer. No se había movido desde que cerró los ojos la noche anterior. Su pequeño cuerpo permanecía tibio, pero había una levedad en él que la aterraba. Como si cada hora lo alejara un poco más de este mundo.
Amelia no sabía qué hacer. No sabía a quién llamar. No existía ningún manual para lo que estaba viviendo.
Cuando Elena llegó, la encontró descalza, con las manos apretadas en el borde del fregadero y la mirada ida.
—Amelia —dijo con suavidad, acercándose—. ¿Dormiste algo?
Ella negó con la cabeza sin mirarla.
—No puedo —susurró—. ¿Y si me duermo y no está cuando despierte?
Elena tragó saliva. Se quedó a su lado en silencio. Era como si cualquier palabra pudiera desmoronarla. Como si incluso el aire tuviera que caminar en puntas de pie.
Unos minutos después, la puerta volvió a sonar. Era Teresa. Llegó con paso firme, una carpeta bajo el brazo y el ceño fruncido con preocupación.
—Tenemos que hablar —dijo sin rodeos—. El plazo judicial vence en tres días. Y el juez quiere pruebas. Documentos. Historial médico. Algo que demuestre quién es Liam, de dónde vino, a qué hospital pertenece, si está registrado en algún lado.
—No tengo nada —murmuró Amelia—. No tengo un solo papel. Ni una vacuna. Nada.
—Lo sé —respondió Teresa, abriendo la carpeta con gesto tenso—. Pero sin eso, el caso se cae. El juez puede ordenar que lo deriven a un hogar transitorio. Y una vez ahí…
No terminó la frase. No necesitaba hacerlo. Amelia lo entendía demasiado bien.
—¿Y qué esperan que diga? —su voz se quebró, pero no gritó. Estaba rota por dentro, no por fuera—. ¿Que un día apareció en mi puerta, sabiendo cosas de mí que nadie más sabe? ¿Que recuerda a mi papá, a mi infancia, a mí…? ¿Que me habló de cosas que ni yo había podido recordar? ¿Que desde entonces es como si siempre hubiera sido mi hijo?
Se giró hacia Teresa, con los ojos enrojecidos.
—No puedo decirle a un tribunal que es un alma que volvió para ayudarme —dijo con una mezcla de rabia y desamparo—. No puedo decirle que tiene recuerdos de otra vida.
Teresa la miró largo. Luego cerró la carpeta, despacio, como si eso tuviera algún peso simbólico.
—Y sin embargo —dijo con voz grave—, es lo más cierto que escuché en este caso.
El silencio volvió a llenar la cocina. Amelia se dejó caer en una silla, sin fuerza, como si sus huesos ya no quisieran sostenerla. Se cubrió el rostro con las manos.
—No puedo perderlo —susurró—. No así. No sin pelear.
Elena se acercó y le acarició la espalda. Su voz fue más suave, pero igual de firme.
—Tal vez… podríamos probar por otra vía —dijo—. Un recurso extraordinario por arraigo afectivo.
—¿Eso existe? —preguntó Amelia, alzando la mirada.
—Sí. Aunque rara vez se concede. Implica probar que, aunque no haya papeles, hay vínculos profundos. Que el niño está emocionalmente integrado a tu vida. Que arrancarlo sería una forma de daño. Pero necesitaríamos testimonios. Pruebas. Personas que hayan visto cómo se comportan juntos. Fotos, videos, cartas… algo.
—¿Y crees que eso alcance? —preguntó Amelia, aferrándose a ese hilo como si fuera el último.
—No lo sé —admitió Elena—. Pero es mejor que rendirse.
Teresa asintió.
—Lo intentaremos. Vamos a agotar cada recurso. No pienso dejar que este sistema lo borre como si no existiera.
Amelia sintió que algo se le aflojaba en el pecho. Una parte de ella quería creer. Otra seguía temblando.
—¿Y si no llegamos a tiempo? —preguntó, más para sí misma que para ellas—. ¿Y si… ya es demasiado tarde?
Teresa y Elena intercambiaron una mirada. Ninguna tenía una respuesta.
—Entonces al menos sabremos que lo intentamos —dijo Teresa—. Hasta el último segundo. Hasta el último suspiro.
Amelia asintió. Se levantó con torpeza, sintiendo el cuerpo entumecido.
—Voy a buscar todo lo que tenga. Fotos, notas, dibujos... —su voz se endureció—. Y voy a hablar con todos los que lo conocieron. Con la vecina, con la maestra, con el del kiosco si es necesario. Alguien tiene que ayudarme a probar que es real.
—Yo también —dijo Elena—. Haré una lista de lo que se puede presentar. Vamos a armar un expediente como si fuera una historia. La historia de Liam.
—Y yo buscaré jurisprudencia. Casos similares. Hay uno en Mendoza donde aceptaron una adopción sin partida de nacimiento gracias a la escuela. Tal vez sirva —añadió Teresa.
Amelia las miró, y por primera vez en días, no se sintió sola. Aún estaba perdida. Aún tenía miedo. Pero ahora sabía que no era la única que creía. Que había manos que la sostenían. Que, aunque el mundo no tuviera respuestas para lo imposible, al menos no tendría que enfrentarlo sola.
Y entonces lo supo: haría lo que fuera. Hasta lo impensado. Porque Liam no era solo un niño sin papeles. Era su hijo. Era su historia. Era su milagro.
Y los milagros, aunque no se firmen ante un juez, merecen ser defendidos con todo lo que se tiene.
El sonido suave de unos pasitos sobre el piso de madera interrumpió el murmullo de papeles y estrategias legales.
Liam, con el pijama arrugado y el cabello revuelto, apareció en el umbral de la cocina. Se frotaba un ojo con la mano y arrastraba un peluche por el suelo. Al verlo, las tres mujeres se quedaron quietas. Era como si el aire se detuviera cada vez que él entraba en escena, como si el tiempo respetara su presencia.
—Hola, mi amor —dijo Amelia, su voz más dulce, más temblorosa—. ¿Dormiste bien?