Cuando brillen las estrellas

Capítulo 30

El reloj del hospital no marcaba el tiempo como lo hacían los relojes del mundo real. Allí, los minutos se estiraban, se doblaban, se detenían a voluntad. Cada segundo era una eternidad de espera.

Amelia no recordaba cuántos días habían pasado desde que Liam había sido internado. Las horas se mezclaban con los turnos de enfermería, con el sonido constante de los monitores, con las visitas breves de los médicos que entraban y salían con expresiones que nunca eran del todo claras.

El diagnóstico no cambiaba: clínicamente estable. Sin embargo, esas palabras no ofrecían consuelo alguno. No cuando los ojos de Liam seguían cerrados. No cuando su manita pequeña, tibia pero inerte, no apretaba los dedos de Amelia ni respondía a sus caricias.

El cuerpo estaba allí, conectado a cables y sensores, pero su alma… su alma no. Era como si estuviera vagando en otra parte, en un lugar inaccesible incluso para el amor más fuerte.

—No hay signos de daño cerebral —repetía una y otra vez el médico de guardia—. No hay infección activa. No hay inflamación. No hay explicación.

Y con cada "no hay", Amelia sentía que se deshacía un poco más.

Martín se turnaba con ella por las noches. A veces lograba convencerla de ir hasta la cafetería por un café o de cerrar los ojos en la sala de descanso por una hora. Pero apenas el reloj daba vuelta a una nueva madrugada, Amelia estaba otra vez al lado de Liam, hablándole en susurros, cantándole bajito, como si pudiera alcanzarlo más allá del silencio.

Una tarde, cuando el cielo detrás de las ventanas empezaba a tomar ese tono gris azulado del atardecer, Elena apareció en la puerta de la habitación. Llevaba un abrigo de lana clara sobre los hombros y una carpeta bajo el brazo. No había maquillaje en su rostro, solo ojeras y una seriedad distinta.

Amelia levantó la vista. Estaba sentada en una silla baja, con las piernas entumecidas y la espalda encorvada hacia la cama de Liam.

—¿Puedo pasar? —preguntó Elena, con una voz más suave de lo habitual.

Amelia asintió en silencio.

Elena se acercó despacio, como si el niño pudiera despertar con un paso en falso. Observó por unos segundos la escena: el osito de peluche a un lado de la almohada, las cobijas perfectamente dobladas sobre el cuerpo del niño, la bolsa con crayones que Amelia había traído por si él despertaba y pedía dibujar.

—Estábamos por perder la custodia —dijo al fin, sin rodeos, pero sin tono acusador—. El juez iba a fallar a favor del hogar temporal en la ciudad. Tenían los informes, los antecedentes, los protocolos. Todo apuntaba a un traslado inminente.

Amelia bajó la mirada. Lo sabía. Siempre lo había sabido.

—Pero con esto —continuó Elena—, todo quedó congelado. El proceso se suspende mientras el niño permanezca hospitalizado. Nadie puede moverlo, y no hay juez que firme un traslado en estas condiciones.

—¿Eso es... bueno? —preguntó Amelia en un susurro.

Elena no respondió de inmediato. Se tomó unos segundos para sentarse a su lado, dejando la carpeta sobre sus piernas.

—Es tiempo —dijo al fin—. Tiempo para hacer las cosas bien. Para reunir informes médicos. Para encontrar a esa persona que escribió la carta. Para demostrar lo que este niño significa para ti.

Amelia apretó los labios, tragando saliva.

—Yo no quiero demostrar nada. Yo solo... quiero que vuelva.

—Lo sé —murmuró Elena, y por primera vez, pareció realmente sincera—. Pero mientras esperas, mientras lo cuidas, déjanos a nosotros ocuparnos del resto.

Hubo un silencio largo. El tipo de silencio que no es incómodo, sino necesario.

Elena se levantó poco después, prometiendo volver con actualizaciones. No hubo más formalidades. Solo una mirada breve a Liam antes de marcharse.

(...)

Los días siguientes llegaron con una monotonía extraña, casi artificial. Afuera, el mundo seguía girando: los autos pasaban, los árboles florecían, los niños jugaban en los parques. Pero dentro de aquella habitación, el tiempo era un péndulo que no tocaba a nadie.

Una mañana, la enfermera de turno trajo un sobre grande de papel manila.

—Esto llegó para Liam —dijo con una sonrisa amable, dejándolo sobre la mesita de noche—. Viene de la escuela.

Amelia lo tomó con cuidado. Abrió el sobre y, con el corazón palpitando de anticipación, fue sacando uno a uno los dibujos.

Había soles sonrientes, casas de colores, árboles con manzanas rojas. En varios de ellos, Liam aparecía rodeado de amigos, siempre con su osito Cosmo en la mano. Uno tenía escrito con letras temblorosas: "Te extrañamos, Liam. Vuelve pronto para jugar con nosotros."

Amelia no pudo evitar llorar. Lágrimas lentas, silenciosas, que caían sobre las hojas de papel como si cada trazo le recordara cuán presente estaba Liam en la vida de otros. Aunque ahora no pudiera contestar.

Decoró la habitación con los dibujos. Pegó algunos en la pared, otros en la ventana. Uno lo colocó justo frente a la cama, donde él pudiera verlo si despertaba. Donde quizás —solo quizás— pudiera sentir que lo estaban esperando.

Martín llegó más tarde con una muda limpia de ropa, fruta fresca y una pequeña radio portátil.

—Pensé que podríamos poner música —sugirió, encendiendo el aparato con suavidad—. Tal vez suene alguna canción que le guste. Tal vez le recuerde algo.

Y durante unos minutos, la habitación se llenó de una melodía tranquila, casi etérea. Amelia tomó la mano de Liam, cerró los ojos y dejó que la música llenara el espacio entre ellos.

A veces, la fe no necesita palabras. A veces, solo se aferra al sonido de una nota suave, a un dibujo infantil, al calor de una manita que no responde pero aún late.

Amelia no sabía si Liam podía oírla, si podía sentirla. Pero ella estaba allí, día y noche, sin pedir nada más que eso: seguir estando.

(...)

Esa noche, el hospital estaba más silencioso que de costumbre.

Amelia se había quedado dormida con la cabeza apoyada sobre la cama de Liam, sus dedos todavía entrelazados con los del niño, como si el contacto físico pudiera sostener el hilo que los unía a este mundo.




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