Cuando brillen las estrellas

Capítulo 31

La mañana llegó sin anunciarse. No hubo rayos de sol invadiendo la habitación ni pájaros cantando en el alféizar. Fue una de esas mañanas que simplemente están ahí. El hospital seguía igual: las máquinas, los tubos, el murmullo constante de pasillos interminables. Pero algo en el aire era distinto. Más liviano. Como si el mundo hubiera exhalado después de contener la respiración por demasiado tiempo.

Amelia dormitaba en una silla junto a la cama, con la frente apoyada en el borde del colchón. Había aprendido a dormitar sin realmente dormirse. A descansar sin soltarse. Tenía una mano sobre la de él, como cada noche, como si su calor pudiera guiarlo de regreso.

En ese cuarto no pasaba el tiempo como en otros lugares. Los minutos no se medían en relojes, sino en la regularidad de los pitidos, en el leve goteo del suero, en las exhalaciones del ventilador. En esa burbuja de espera infinita, cualquier cambio era un acontecimiento.

Entonces, un leve movimiento.

No fue un espasmo ni un reflejo involuntario. Fue un tirón suave, deliberado. La pequeña mano de Liam —o lo que quedaba de él— se aferró, apenas, a los dedos de Amelia.

Al principio pensó que lo había imaginado. Que su cuerpo, agotado de esperar, estaba empezando a jugarle trucos. Pero luego ocurrió de nuevo. Esta vez más firme. Más humano.

Amelia se irguió de golpe. El corazón le retumbaba en las costillas, como si quisiera escaparse de allí antes de romperse.

—¿Liam?

Nada. Solo el temblor casi imperceptible de los párpados.

—¿Liam, mi amor? Soy yo…

Los párpados del niño temblaron. No se abrieron de inmediato, como si tuviera miedo de lo que encontraría al otro lado. Como si despertarse fuera, en sí mismo, un riesgo.

—Amor... —susurró Amelia, con la voz quebrada—. Estoy aquí.

Los ojos del niño se abrieron lentamente. Estaban llenos de confusión. No del aturdimiento habitual del despertar, sino de una desorientación profunda, casi existencial. Como si el cuerpo le fuera familiar, pero el mundo no. Como si todo estuviera en su lugar, pero no encajara.

Sus pupilas se pasearon por la habitación sin comprenderla. Miró las sábanas, los cables, la ventana cerrada. Luego sus ojos se posaron en ella. No la reconoció. No de inmediato. La miró como se mira a un extraño que, sin embargo, parece saber demasiado sobre uno mismo.

—¿Dónde... estoy?

La voz era suya. Pero no del todo. Era más frágil, menos nítida. Como si ese cuerpo ahora contuviera a alguien que venía de un lugar distinto. Algo más infantil, menos consciente. Algo más… nuevo.

Amelia tragó saliva. No quería que se asustara. Pero no podía mentirle tampoco.

—Estás a salvo. En el hospital. Tuviste… un accidente.

El niño la miró como si buscara una ancla. Algo que le hiciera sentido. Algo que lo conectara con esa voz cálida, aunque no supiera de dónde provenía.

—¿Quién... eres tú?

Ese golpe fue suave y devastador a la vez. Amelia sintió que el alma se le aflojaba dentro del pecho. Era una pregunta sin crueldad, sin distancia, pero que dolía como si llevara un cuchillo escondido entre las sílabas.

No lloró. No se derrumbó.

—Soy Amelia. —Hizo una pausa—. Yo... te cuidé.

El niño ladeó la cabeza. La duda en su rostro era como una sombra. Pero entonces, algo cambió. Una chispa. Un estremecimiento interno. Sus ojos se humedecieron. Se impulsó, como si de pronto algo dentro de él la reconociera, no desde la memoria, sino desde el alma.

Se arrojó a sus brazos.

—¡Mamá!

El abrazo fue torpe, apretado, desesperado. Como si tuviera miedo de que se desvaneciera si la soltaba. Amelia lo sostuvo con fuerza, acariciándole el cabello. No entendía lo que estaba ocurriendo, pero tampoco importaba. Su instinto era más fuerte que cualquier lógica.

—Estoy aquí, mi amor… estoy aquí.

Él sollozaba. Y cada sollozo era una grieta en el hielo que había contenido su corazón durante semanas. Se aferró a ella con tanta necesidad que Amelia sintió que le faltaba el aire. Pero no se movió. Lo dejó llorar. Lo dejó temblar. Lo dejó existir.

El cuerpecito temblaba apenas. No era miedo. Era otra cosa. Algo visceral. Como si acabara de regresar de un sitio lejano y oscuro. A veces balbuceaba palabras sin sentido: “las luces…”, “se cayó el agua…”, “yo me perdí…”

Cuando logró calmarlo, los médicos entraron a la habitación con paso acelerado. Las máquinas habían registrado el despertar, y ahora las preguntas eran inevitables.

—¿Hace cuánto tiempo abrió los ojos? ¿Cómo reaccionó?

Amelia intentó responder, pero sus palabras eran torpes, a medio formar. Solo atinó a asentir, a hacer un gesto con la mano.

Le hicieron algunas pruebas sencillas. Le mostraron colores, letras, números. Todo respondía bien. Su cuerpo estaba bien. El problema no era neurológico. Era… otra cosa. Algo que no sabían cómo catalogar.

—¿Cómo te llamas, corazón? —le preguntó la enfermera, arrodillada frente a él.

El niño dudó un momento. Luego miró a Amelia, como buscando permiso, y respondió:

—Gabriel. Gabriel Medina.

Amelia lo sintió como una ráfaga en el pecho. No era un nombre inventado. Lo dijo con la convicción de quien recuerda, no de quien imagina. Y sus ojos… sus ojos no eran los de Liam. Eran más oscuros, más profundos. Había en ellos una historia que no pertenecía a un niño de su edad.

—¿Gabriel qué? —insistió la enfermera, mirándolo con ternura.

—Me... me decía mi abuela así. Gabi. —Hizo una pausa, ladeando la cabeza—. Pero ella se fue.

Amelia lo miró de reojo. No había abuela. No había recuerdos que cuadraran con nada de lo vivido por Liam.

—¿Sabes qué día es hoy? —preguntó el médico, con tono suave.

Gabriel negó con la cabeza.

—No sé… ¿es Navidad?

—No, mi amor —dijo Amelia, acariciándole la espalda—. Aún no.

—Pero soñé que sí. Había luces… y nieve. Pero yo no tenía zapatos. —Bajó la mirada y apretó los labios.




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