El auto avanzaba despacio entre los árboles que flanqueaban el camino. A lo lejos, la casa de fachada blanca y tejado inclinado emergía como un recuerdo que intentaba ser futuro. Amelia, con las manos apretadas al volante, lanzaba miradas furtivas al espejo retrovisor. Allí, en el asiento trasero, Gabriel observaba en silencio el paisaje, el rostro apoyado contra la ventanilla.
Era su primer día fuera del hospital. El alta había llegado con una mezcla de alivio y vértigo. Para Amelia, llevarlo a casa era como caminar sobre una cuerda floja entre el duelo que aún la habitaba y la esperanza nueva que ahora tenía nombre y voz.
Gabriel llevaba una mochila azul que parecía demasiado grande para su cuerpo delgado. La abrazaba con fuerza, como si dentro estuviera guardado algo más que ropa limpia y medicamentos. Sus ojos, grandes y oscuros, no se apartaban de los árboles que se sucedían con una cadencia hipnótica. Había en su forma de mirar una quietud que inquietaba.
—Ya casi llegamos —dijo Amelia, con una sonrisa que le temblaba en los labios.
Gabriel asintió apenas, sin despegar la vista de la ventana.
Martín esperaba en el porche, de pie, con los brazos cruzados y el ceño fruncido. No porque estuviera molesto, sino porque ese era su gesto natural cuando se sentía nervioso. Amelia le hizo un gesto leve con la cabeza mientras aparcaba el coche. Salió primero, y luego abrió la puerta trasera.
—Vamos, cielo —susurró, extendiéndole la mano.
Gabriel bajó con movimientos lentos. No había miedo en ellos, pero sí una extraña cautela, como si pisara suelo que no le pertenecía todavía. Al ver a Martín, se detuvo. Los dos se miraron por un instante que pareció largo. Entonces, Gabriel dijo:
—Hola.
Martín sonrió. No fue una sonrisa forzada, sino una verdadera, aunque algo torpe.
—Hola, campeón. Bienvenido a casa.
“Casa”. La palabra flotó en el aire como una promesa que nadie se atrevía a confirmar. Gabriel miró alrededor: las macetas con flores marchitas, el felpudo desgastado, la campana junto a la puerta. Todo le era ajeno, pero no le resultaba hostil. Se permitió un paso más. Luego otro.
Dentro, la casa tenía ese aroma a madera tibia y ropa limpia que Gabriel reconoció sin saber de dónde. Recorrió el vestíbulo con la mirada, luego dejó su mochila junto al perchero.
—¿Quieres algo de beber? —preguntó Amelia.
Gabriel negó con la cabeza.
—¿Puedo ver el resto? —preguntó entonces.
Martín asintió, y los tres comenzaron un pequeño recorrido. La cocina, con su mesa redonda y las sillas desparejadas. El salón, con estantes llenos de libros y una manta sobre el sofá.
Cuando llegaron al cuarto que habían preparado para él, Gabriel se detuvo en el umbral. La cama estaba hecha, las cortinas abiertas dejaban entrar la luz del mediodía, y sobre la cómoda reposaba un osito de peluche con orejas desproporcionadas y un ojo ligeramente torcido.
—Se llama Cosmo —dijo Amelia—. Pertenecía a Liam… era muy especial para él. Pensamos que te gustaría tenerlo contigo.
Gabriel caminó hasta el osito y lo sostuvo entre las manos. Lo miró durante unos segundos, como si buscara en sus costuras alguna historia secreta.
—Gracias —dijo, y su voz fue apenas un hilo.
Amelia lo observó sentarse en la cama y abrazar al oso con naturalidad. Le recordó a Liam, sí, pero también le recordó a un niño nuevo. Distinto. No podía evitar ver el contraste. Liam llenaba los espacios con risas y preguntas. Gabriel los habitaba en silencio, como si escuchara algo más allá de lo visible.
—Si necesitas algo, estaré abajo —dijo, antes de cerrar la puerta suavemente.
La primera noche fue tranquila. Gabriel durmió sin sobresaltos, abrazado a Cosmo como si fuera un ancla. Amelia se quedó despierta un largo rato, escuchando los sonidos suaves del sueño del niño desde el pasillo. Cuando finalmente entró a su propia habitación, Martín ya estaba dormido, con una mano extendida hacia el lado vacío de la cama.
A la mañana siguiente, Gabriel despertó temprano. Amelia lo encontró en la cocina, sentado en una silla demasiado grande para él, con Cosmo en brazos, observando cómo la tostadora expulsaba lentamente las rebanadas de pan.
—¿Dormiste bien? —preguntó ella, sentándose frente a él.
Gabriel asintió. Luego, después de un momento, habló por primera vez desde que llegaron.
—Mi abuela me hacía pan con miel. Pero no siempre. A veces... se olvidaba.
Amelia sintió un nudo en la garganta. Le acarició la mano con cuidado.
—¿La extrañas?
El niño se encogió de hombros.
—Era buena. Pero después... ya no sabía quién era yo.
Durante los días siguientes, Gabriel se adaptó con una rapidez que sorprendía. Era curioso, atento, y tenía una memoria aguda para las pequeñas cosas. Recordaba el sonido de la tetera, la forma en que las ventanas hacían sombras en el suelo por la tarde, el olor a jabón del baño. Se acostumbró a las rutinas sin resistencia, pero también con una seriedad que a veces parecía mayor a la que corresponde a un niño de su edad.
Le gustaba sentarse con Amelia a mirar libros ilustrados, aunque muchas veces pasaba las páginas sin leer, solo observando los dibujos como si fueran puertas a otro lugar. Martín solía jugar con él en el jardín, lanzando una pelota de tela que Gabriel atrapaba con torpeza y risas cortas. Nunca largas. Como si tuviera miedo de reír demasiado.
Un día, mientras Amelia ordenaba la casa, Gabriel salió de su habitación con Cosmo en brazos y empezó a explorar. Era una casa de un solo piso, cálida, con alfombras suaves y paredes cubiertas de fotografías y cuadros hechos a mano. Gabriel los miraba todos con interés, pero sin reconocer nada.
Caminaba de regreso por el pasillo con los pies descalzos, arrastrando un poco los talones, como solía hacer cuando algo le daba vueltas por dentro. Amelia lo seguía a corta distancia, sin apurarlo. Había aprendido, en esas pocas semanas desde que él volvió a casa, que los niños no siempre explican lo que sienten, pero sus pasos sí lo hacen.