Cuando brillen las estrellas

Capítulo 33

El primer día de clases llegó con una mezcla extraña de emoción y silencio. El cielo estaba despejado, y la luz suave del amanecer se colaba por las cortinas delgadas de la habitación de Gabriel. Desde la cocina, Amelia preparaba el desayuno mientras Martín afinaba su guitarra con una serenidad casi ritual. Era una mañana distinta a todas, lo sabían, aunque fingieran lo contrario.

Gabriel se sentó a la mesa vestido con su uniforme impecable. La camisa blanca le quedaba un poco grande, los zapatos recién comprados le brillaban, y su mochila azul descansaba junto a sus pies. Tenía cinco años, pero su mirada parecía contener más otoños que los de un niño cualquiera. Amelia lo observaba de reojo mientras colocaba pan tostado en su plato.

—¿Estás nervioso? —preguntó ella con voz suave.

Gabriel negó con la cabeza.

—No. Ya conozco la escuela —respondió, y era cierto. La había recorrido incontables veces, corriendo por los pasillos después del trabajo de sus padres, durmiendo en la sala de maestros mientras esperaban a que Amelia terminara sus clases.

Pero no era lo mismo.

Porque ahora iría como alumno. Y ya no era Liam. Ahora era Gabriel.

El silencio se instaló por unos segundos, roto solo por el tintinear de los cubiertos. Martín se acercó a la mesa, se agachó junto a su hijo y le acarició el cabello.

—Hoy es tu día, campeón. Vas a hacerlo bien.

Gabriel asintió con una serenidad que no se esperaba de un niño tan pequeño.

—No te separes de la luz —murmuró, como si se lo recordara a sí mismo.

Amelia sintió un escalofrío en la espalda. Desde que habían dejado el hospital, Gabriel pronunciaba frases así de vez en cuando. Palabras que no deberían caber en la boca de un niño. Pero él las decía con calma, con la misma convicción con la que otros niños afirmaban saber atarse los cordones.

El trayecto en auto fue tranquilo. Gabriel observaba por la ventana con la frente pegada al vidrio. Las casas pasaban lentas, los árboles se mecían, y el mundo parecía detenerse para darle espacio a su primer día. Amelia estacionó junto a la entrada lateral del edificio. La escuela era de una sola planta, acogedora, con murales coloridos y ventanales que dejaban entrar el sol. Martín bajó primero y le abrió la puerta a Gabriel, que se desabrochó el cinturón con precisión y descendió sin apuro.

El bullicio de otros niños ya llenaba el patio. Algunos corrían, otros lloraban aferrados a las piernas de sus padres. Amelia saludó a varios colegas de camino, todos sonriendo al ver a Gabriel.

—¡Hola, Liam! —le dijo una asistente con entusiasmo.

Gabriel no respondió.

—Ahora es Gabriel —corrigió Amelia, sin perder la sonrisa. Pero en su pecho algo se tensó. Aún dolía escuchar ese nombre en voz ajena.

Llegaron hasta el salón de clases, donde la maestra Patricia los esperaba. Tenía el cabello castaño recogido en un moño relajado, una blusa verde esmeralda, y una voz cálida que intentaba disimular el caos del primer día.

—Hola, Gabriel —saludó con naturalidad, inclinándose hasta quedar a su altura—. Ya te estábamos esperando.

Gabriel asintió, sin mostrar nerviosismo ni emoción. Solo observó el salón como si lo midiera por dentro. Amelia y Martín intercambiaron una mirada con Patricia, un gesto breve que decía mucho sin necesidad de palabras.

—Voy a estar cerca si me necesitas —le susurró Amelia al oído.

Gabriel solo se quedó mirándola un segundo. Luego, se soltó de su mano y caminó hacia su lugar, sin volver la vista atrás.

Amelia sintió cómo el estómago se le cerraba. Sabía que Gabriel no era como los otros niños. Había vivido cosas que ningún niño debería conocer. Y aunque lo había visto jugar, reír, dormirse abrazado a su oso de peluche, sabía que algo dentro de él había cambiado para siempre.

(...)

El día avanzó lentamente. Amelia intentó concentrarse en sus propias clases, en los niños mayores que la llamaban “seño” con confianza, pero no podía dejar de pensar en su hijo. En cómo lo mirarían sus compañeros. En si encontraría su lugar o volvería a encerrarse en sí mismo como lo había hecho tantas veces antes.

Martín pasó por la sala de maestros durante el recreo. Le llevó una manzana y un beso en la frente.

—¿Cómo está Patricia con Gabriel? —preguntó en voz baja.

—Dijo que está tranquilo. Observa mucho, pero casi no habla. Ya es algo —respondió Amelia, y luego bajó la voz aún más—. Le preguntaron si era Liam.

Martín bajó la mirada.

—Va a pasar muchas veces más.

Amelia asintió. No era solo un cambio de nombre. Era un renacimiento. Pero no todos lo entenderían.

(...)

Al final del día, Gabriel salió del salón caminando solo. Tenía las mangas arremangadas y la mochila al hombro. Amelia lo observaba desde lejos, fingiendo estar ocupada con unos papeles. Se acercó con paso firme, y antes de que ella preguntara cómo había ido todo, él habló:

—Un niño me dijo que hablaba raro. Me preguntó si estaba enfermo.

Amelia se agachó hasta quedar a su altura.

—¿Y qué le dijiste?

Gabriel la miró con sus ojos grandes, oscuros, que parecían brillar desde adentro.

—Le dije que he estado en lugares peores.

Amelia sintió que el corazón se le detenía un instante. La frase cayó como una piedra en el fondo de su pecho. Sabía que no mentía. Sabía que Gabriel hablaba desde una verdad que ni siquiera ella podía imaginar del todo.

—¿Y él qué hizo? —preguntó, sin poder ocultar la angustia.

—Se quedó callado. No volvió a hablarme. Pero eso no me molestó.

Caminaron juntos hacia el auto, en silencio. Martín los esperaba junto al vehículo, y al verlos, levantó la mano en señal de saludo. Gabriel corrió hacia él y se aferró a sus piernas un instante. Luego levantó la vista y dijo:

—Hoy fue un buen día. La luz no me abandonó.

Martín no entendió del todo, pero le sonrió. Amelia, en cambio, sintió que las palabras la atravesaban. Porque sabía que Gabriel hablaba en serio. Que para él, la oscuridad no era una metáfora. Era un lugar. Un recuerdo. Una amenaza constante.




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