Cuando brillen las estrellas

Capítulo 34

El sonido del timbre resonó en la casa, un timbre suave pero persistente que hizo que Amelia saliera de la cocina secándose las manos con un paño. No esperaba visitas. Gabriel estaba en el patio con Martín, jugando con una pelota azul que habían encontrado en el altillo el fin de semana anterior. El niño reía a carcajadas, su risa llenando el aire como un canto de esperanza.

Al abrir la puerta, Amelia se encontró con Elena. La trabajadora social vestía su chaqueta de siempre, algo arrugada por los viajes, pero su expresión era distinta. Había en sus ojos un brillo urgente, una mezcla de ansiedad y alegría contenida que hizo que el corazón de Amelia latiera más rápido.

—¿Puedo pasar? —preguntó Elena, y Amelia asintió, apartándose para dejarla entrar.

Martín, al verla, se levantó del suelo, limpiándose las manos en el pantalón antes de saludarla.

—¿Todo bien? —preguntó con cautela.

—Sí, o eso creo —respondió Elena, mirando a ambos—. Necesito hablar con ustedes. Es importante.

Amelia asintió, tragando saliva. La llevó al living, donde Elena se sentó al borde del sofá, como si no quisiera acomodarse del todo. Martín y Amelia se ubicaron frente a ella, atentos.

—Con Teresa hemos estado investigando —comenzó, sin rodeos—. Buscamos en registros antiguos, preguntamos en distintos pueblos, revisamos bases de datos... y encontramos algo.

Amelia se inclinó hacia adelante, sus dedos entrelazados sobre las rodillas. Martín posó una mano sobre su pierna, brindándole apoyo silencioso.

—Existe un niño registrado como Gabriel Medina —dijo Elena, bajando un poco la voz—. Tiene cinco años. Sus datos coinciden con los de nuestro Gabriel. Todo encaja.

El aire se volvió denso en la habitación. Amelia abrió la boca para decir algo, pero no salieron palabras. Martín frunció el ceño.

—¿Y entonces? —preguntó él, finalmente.

—Es huérfano —explicó Elena—. Sus padres murieron en un accidente hace casi dos años. Desde entonces, vivía con su abuela paterna en un pueblo cercano. Pero la señora... está muy enferma. Sufre de demencia senil avanzada. Está internada en un instituto psiquiátrico. Ya no puede cuidarlo, ni recordar cosas con claridad. Sin embargo, según los vecinos, Gabriel vivía con ella hasta poco antes de desaparecer.

Amelia cubrió su boca con una mano, los ojos húmedos. Sintió que las piezas comenzaban a encajar, como si una niebla espesa finalmente empezara a disiparse.

—¿Podrías hablar con ella? —preguntó Martín.

—Ese es el problema —respondió Elena—. Para poder entrevistarla, necesito un permiso oficial. El instituto es muy riguroso con sus pacientes. Pero ya he iniciado los trámites. Necesitaba venir a contarles esto en persona. Sé cuánto han luchado por este niño. Y ahora hay una posibilidad real de que Amelia obtenga la custodia extendida.

Amelia se cubrió el rostro con ambas manos por un instante. Sintió el calor de las lágrimas, no de tristeza, sino de alivio. Cuando bajó las manos, Elena la miraba con una sonrisa suave.

—Si logramos confirmar su identidad, Gabriel podrá quedarse contigo legalmente hasta que el proceso de adopción se inicie. No será inmediato, pero es un paso enorme.

—Gracias —susurró Amelia—. No sabes lo que significa esto.

—Sí lo sé —respondió Elena con ternura—. He visto lo que han construido aquí. Lo que él siente por ustedes... es amor. Y eso no se finge.

Martín se levantó para acompañarla hasta la puerta. Amelia se quedó sentada, con el corazón latiendo en su pecho como un tambor.

—Les avisaré apenas tenga noticias —dijo Elena antes de irse—. Y seguiré en contacto con Teresa. Vamos a hacer todo lo posible para que este niño tenga el hogar que merece.

Cuando cerraron la puerta, Amelia se quedó de pie, sin moverse, como si aún estuviera digiriendo la noticia. Martín se acercó y la abrazó por detrás, apoyando el mentón en su hombro.

—Es una buena noticia —susurró él—. ¿No lo crees?

Amelia asintió. Tenía los ojos brillosos, pero sonreía.

(...)

Esa noche, luego de cenar, Amelia subió al cuarto de Gabriel para acostarlo. Él ya estaba en pijama, abrazado a su osito de peluche, con los ojos pesados de sueño. Amelia se sentó a su lado, arropándolo con cuidado.

—¿Mañana jugamos con la plastilina? —preguntó Gabriel con voz soñolienta.

—Claro que sí, mi amor. Podemos hacer dinosaurios o lo que tú quieras.

Gabriel sonrió, cerrando lentamente los ojos. Se acomodó en la almohada, y justo antes de quedarse dormido, murmuró:

—Buenas noches, mamá...

El corazón de Amelia se detuvo un segundo. "Mamá". La palabra flotó en el aire como una caricia, dulce y ligera. Sintió un nudo en la garganta, un calor en el pecho. Se inclinó, besándole la frente suavemente, mientras una lágrima le rodaba por la mejilla.

—Buenas noches, mi vida —susurró—. Te amo.

Gabriel se quedó en silencio unos segundos, como si luchara contra el sueño, y luego, con un hilo de voz, dijo:

—Hoy pedí un deseo...

Amelia le acarició el cabello, sonriendo con ternura.

—¿Ah, sí? ¿Y lo vas a contar?

—No... si lo digo, no se cumple —respondió con los ojos cerrados y una sonrisa diminuta—. Pero él me dijo que sí se va a cumplir.

Amelia frunció el ceño suavemente, intrigada.

—¿Él? ¿Quién te lo dijo?

Gabriel no respondió. Su respiración ya era profunda y acompasada. Había caído rendido por el sueño, con su manita aferrada al peluche y una expresión de paz en el rostro.

Amelia permaneció sentada unos minutos más, observando su carita tranquila, dejándose envolver por la ternura de ese instante. Se levantó con cuidado, caminó hacia la ventana y descorrió un poco la cortina. El cielo estaba despejado, y las estrellas titilaban sobre la oscuridad como si alguien las hubiese encendido solo para ella.

Una en particular brillaba con más fuerza. Y por un breve segundo, pareció parpadear.

Amelia entrecerró los ojos, sintiendo que el pecho se le llenaba de algo que no sabía nombrar. Un presentimiento, una certeza suave, como si una presencia invisible le estuviera acariciando el alma.




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