La madrugada se presentó serena, pero en el interior de la casa algo se agitaba. Gabriel se removía entre las sábanas, sus labios susurraban palabras inconexas, y su pequeño cuerpo daba vueltas como si buscara salir de un lugar que solo existía en su mente. No lloraba, pero un leve gemido escapaba de su garganta, ahogado y frágil, como si en su sueño tuviera miedo de hacer ruido.
Amelia despertó con un presentimiento. Se incorporó lentamente, escuchando el silencio del pasillo hasta que, como un eco leve, percibió el sonido del murmullo. Se levantó con suavidad y fue hacia el cuarto de Gabriel. La puerta estaba entornada.
Al asomarse, lo vio acurrucado, con el rostro fruncido por una emoción contenida. Se acercó y se sentó en el borde de la cama. Le acarició el cabello con ternura.
—Gabriel, mi amor... despierta, estás aquí, todo está bien.
El niño abrió los ojos de golpe, desorientado. Le costó unos segundos reconocer el lugar. Al ver a Amelia, sus facciones se relajaron de inmediato. Se abrazó a ella con fuerza, sin emitir palabra por un momento.
—Era un lugar oscuro… no sabía cómo salir. Pero no era feo como antes… solo vacío. Y había voces… muchas voces, pero no los podía ver.
Amelia lo meció entre sus brazos, como si fuera más pequeño de lo que ya era.
—Fue solo un sueño, mi vida. Estás aquí, en casa. Con nosotros. Nada malo va a pasarte.
Gabriel no dijo nada más, pero su respiración se fue acompasando al ritmo del abrazo. Finalmente, volvió a cerrar los ojos, rendido por el cansancio. Amelia se quedó un rato más a su lado, hasta asegurarse de que dormía tranquilo, antes de regresar a su cuarto.
(...)
A la mañana siguiente, la cocina olía a pan tostado y mantequilla derretida. Amelia servía el desayuno mientras Gabriel, con su pijama de dinosaurios, se sentaba a la mesa, algo más callado que de costumbre. Martín llegó poco después, despeinado, con su taza de café en la mano y una sonrisa adormecida.
—Buenos días, campeón —saludó, sentándose junto al niño.
Gabriel respondió con un leve gesto de la cabeza, mientras untaba mermelada en su tostada. No dijo mucho durante el desayuno, pero sus ojos no dejaban de observar la ventana, como si esperara ver algo más allá del vidrio.
Después de comer, tomó unas hojas y crayones del cajón del aparador y se sentó en el suelo del salón a dibujar. Amelia se inclinó discretamente para ver su creación.
El dibujo era simple, pero cargado de simbolismo: una casa rodeada de árboles, un sol grande en el cielo y una estrella solitaria en una esquina. Delante de la casa, tres figuras de la mano: un hombre, una mujer y un niño. Pero detrás de ellos, casi como una sombra, había un cuarto personaje, pequeño y sin rostro, que parecía observarlos desde lejos.
Amelia sintió un nudo en la garganta. No dijo nada. Solo se acercó y lo besó en la coronilla.
(...)
Esa misma tarde, Elena llegó a la casa con una carpeta entre las manos. Amelia le contó sobre la pesadilla de Gabriel y le mostró el dibujo. La trabajadora social lo analizó con atención, pero sin dramatismos.
—No creo que sea algo traumático —dijo con voz serena—. No necesariamente. A veces los niños elaboran emociones confusas a través de sueños simbólicos. Especialmente cuando han vivido cambios importantes o cuando sienten cosas muy profundas que no entienden del todo.
Amelia asintió, aliviada. Martín se sentó en el sillón, escuchando en silencio.
—¿Y crees que es normal que hable de "otros niños"? —preguntó Amelia, con voz baja.
—Completamente. Puede que Gabriel esté expresando una sensación pasada de soledad, o incluso una parte de él que aún siente que está entre dos mundos: el de antes, y el de ahora. Pero está avanzando. Y el amor que le dan... es la mejor medicina.
Gabriel jugaba en el jardín mientras los adultos hablaban. Había sacado su peluche favorito, el oso Cosmo, y lo sentó junto a una pequeña casita de madera que Martín había armado unas semanas atrás. El niño se inclinó, le susurró algo al oído al oso y luego miró al cielo.
Amelia lo observó desde la ventana. En ese instante, sintió que todo en su lugar cobraba sentido: las preguntas, las esperas, el miedo y el amor. Todo la había llevado a ese momento.
(...)
Esa noche, luego de la cena, Gabriel subió a su cuarto con su osito bajo el brazo. Amelia lo acompañó, como siempre, para arroparlo y desearle dulces sueños. Antes de meterse a la cama, el niño se acercó a la ventana y miró el cielo.
—Hoy también hay una estrella que parpadea mucho —dijo, con una sonrisa suave.
Amelia se acercó a su lado. Observó el cielo despejado, las luces titilantes que brillaban como si contaran secretos. Una en particular brillaba más fuerte.
—¿Le vas a pedir otro deseo?
Gabriel negó con la cabeza.
—No. Ya lo pedí ayer. Y él me dijo que se cumpliría.
Amelia lo miró con ternura.
—¿Y quién es "él"?
Gabriel se encogió de hombros, sonriendo.
—Solo él. El que me dijo que aquí estaré bien.
No hizo falta más. Amelia lo besó en la frente y lo arropó. Al salir del cuarto, se detuvo un instante a mirar la estrella. Parpadeaba intensamente, como un guiño desde algún lugar lejano.
(...)
Martín estaba en la sala, leyendo un libro cuando Amelia bajó. Cerró el ejemplar y le sonrió.
—¿Todo bien?
—Sí. Lo de hoy fue suave, pero me conmueve. A veces siento que Liam sigue rondando este hogar, como si se asegurara de que esté todo en orden.
Martín asintió lentamente.
—Tal vez sea así. Tal vez algunas almas se quedan para cuidar de otras.
Amelia se sentó junto a él. Apoyó la cabeza en su hombro.
—Sabes... cuando Gabriel dijo que estará bien aquí, lo sentí con una fuerza tan clara. Como si alguien me hubiera susurrado que hicimos lo correcto.
Martín tomó su mano.
—Lo hicimos. Y no importa lo que venga, estamos juntos en esto. Somos su hogar, Amelia.