La tarde había caído sobre la casa como una manta tibia. Los árboles del jardín se mecían con suavidad bajo la brisa otoñal, y dentro, el ambiente era de esos que invitan al silencio compartido. Gabriel estaba en el suelo del salón, entretenido con unas piezas de rompecabezas, mientras Amelia aprovechaba para reorganizar el armario del pasillo. Fue allí donde encontró una llave pequeña, antigua, de esas que ya no parecen tener uso, pero que por alguna razón uno guarda. La observó un momento, curiosa, y de inmediato recordó la trampa del altillo.
—Martín, ¡la llave del desván!—exclamó desde el pasillo.
Él asomó la cabeza desde la cocina, con un paño en la mano y la sonrisa ladeada.
—¡Lo sabía! Sabía que iba a aparecer cuando dejáramos de buscarla.
Amelia subió primero, con la linterna en la mano. La trampilla del techo cedió con un crujido leve. Martín le siguió, curioso, y Gabriel, al escuchar el revuelo, se quedó al pie de la escalera con los ojos muy abiertos.
El desván era pequeño, con vigas expuestas y olor a madera vieja, pero nada de lo que había allí podía considerarse antiguo. Apenas unas pocas cajas apiladas, algunas de ellas con etiquetas que decían "libros", "ropa de invierno" y una que simplemente llevaba escrito "Liam".
Amelia se quedó quieta ante esa última. Martín se acercó y, sin decir palabra, la abrió con cuidado. Dentro había dibujos, pequeños juguetes, un cuaderno de tapas negras con el nombre de Liam garabateado en la portada, y una bufanda a medio tejer que Amelia había olvidado por completo.
—Pensé que había guardado todo esto en el armario del cuarto…
—Creo que lo pusiste aquí la noche en que… bueno, cuando nos despedimos—susurró Martín.
Amelia asintió sin mirarlo. Bajaron la caja con delicadeza, y al verla, Gabriel se acercó con esa mezcla de timidez y curiosidad que lo caracterizaba desde que llegó. Se sentó en el suelo junto a ellos y, sin pedir permiso, tomó el cuaderno.
Lo sostuvo entre sus manitos con un cuidado casi reverente. Lo abrió por la mitad, hojeó unas páginas, y de pronto se detuvo.
—Esto lo conozco… pero no sé cómo.
Amelia y Martín se miraron de inmediato.
—¿Qué cosa, mi amor?—preguntó Amelia, acercándose a su lado.
Gabriel pasó el dedo por el dibujo que tenía ante sí. Eran trazos simples: una casa, un árbol, y tres figuras de palitos tomadas de la mano. Una cuarta figura, apenas insinuada, flotaba a un lado, como un susurro en papel.
—Yo también lo dibujé—dijo Gabriel, bajito.
Martín se arrodilló junto a ellos. El aire se había vuelto espeso, cargado de algo que no era miedo ni tristeza, sino asombro.
—¿Cuándo lo dibujaste?—preguntó, aunque intuía la respuesta.
—El otro día… con crayones. Pero no había visto este antes. Lo juro.
Amelia le pasó una mano por el cabello.
—Lo sabemos. Es solo que… es muy parecido.
Gabriel asintió, sin dejar de mirar la página.
—A veces siento que hay cosas que ya estaban aquí… dentro mío. Pero no las entiendo. Como cuando te acuerdas de un sueño que no sabes si fue tuyo o de otro.
El silencio cayó sobre ellos como una manta. Amelia cerró el cuaderno con suavidad y lo colocó de nuevo en la caja. Pero Gabriel lo tomó otra vez, esta vez para abrazarlo.
Esa noche, mientras lo arropaban, Amelia y Martín hablaron en voz baja al pie de la escalera.
—Es como si algo de Liam quedara aún… ¡pero es Gabriel, lo sé! Es él quien está aquí ahora, y lo siento tan diferente… tan él.
—Y sin embargo, hay una puerta entreabierta entre los dos… como si el corazón recordara lo que la mente no.
Amelia asintió. Esa noche no hablaron más. No hacía falta.
(...)
Una semana después, Martín llegó a casa con una sorpresa dentro del auto. Tocó apenas la bocina al llegar y esperó en la entrada, con una mezcla de emoción y nerviosismo. Amelia salió primero, con las manos en la cintura y la ceja arqueada, como si ya supiera que Martín traía algo que no había consultado del todo.
—¿Qué hiciste ahora?
Martín no respondió de inmediato. Abrió la puerta trasera del coche y, con una voz casi solemne, dijo:
—No podía dejarlo allí.
De adentro bajó un perro mediano, de pelaje color canela y orejas caídas que le daban una expresión de ternura permanente. Tenía la mirada profunda, de esas que parecen haber visto más de lo que un animal debería ver. Caminó despacio hasta el porche, olfateando con timidez, como si pidiera permiso para pertenecer.
Gabriel apareció detrás de Amelia, descalzo, con una galleta a medio comer en la mano. Al ver al perro, se detuvo en seco. Sus ojos se agrandaron, no con miedo, sino con algo más cercano al asombro.
—Mira esos ojos, Amelia —dijo Martín, en voz baja—. No podía dejarlo solo.
Gabriel bajó los tres escalones del porche con pasos lentos, como midiendo cada movimiento. Se agachó frente al perro, estiró una mano, pero no tocó al animal de inmediato. Solo se quedó ahí, mirándolo. El perro se acercó por cuenta propia, ladeó la cabeza y, con un movimiento sereno, apoyó el hocico sobre el regazo del niño.
Entonces Gabriel lo abrazó. Cerró los brazos alrededor del cuello del perro con fuerza, pero sin brusquedad. Se quedó así, unos segundos que se sintieron suspendidos en el tiempo, mientras el perro meneaba la cola con una alegría contenida, casi solemne.
—¿Cómo se llama? —preguntó Amelia, apenas un susurro.
—Rufus —respondió Martín—. Así lo llamaban en el refugio. Pero podemos cambiarlo si quieren.
Gabriel negó con la cabeza, sin apartarse del abrazo.
—Rufus… —repitió, bajito, como quien repasa un recuerdo—. Ya lo conocía. Creo… creo que sí.
Martín y Amelia intercambiaron una mirada. No hicieron preguntas. Solo dejaron que ese instante fuera lo que necesitaba ser.
Desde ese día, Rufus se volvió inseparable de Gabriel. Lo acompañaba al jardín, corriendo a su lado entre los arbustos, como si conociera cada rincón de ese terreno desde antes. Dormía enrollado en la alfombra junto a su cama, con una pata estirada, como si protegiera al niño mientras soñaba. Y cada mañana, esperaba afuera del baño hasta que Gabriel salía, como un guardián leal que no necesitaba órdenes para saber cuál era su lugar.