Elena bajó del tren con paso firme, aunque una inquietud le recorría el cuerpo. El aire de la mañana en las afueras de la ciudad tenía un aroma a eucalipto y humedad, mezclado con el silencio que solo se encuentra en los márgenes de lo olvidado.
Había dormido mal. El viaje largo y el peso de lo que debía hacer ese día le daban una presión en el pecho que no conseguía disimular ni con la mejor postura profesional.
El Instituto San Ángel se alzaba al final de una calle sin nombre, con sus muros altos y ventanas estrechas, como si quisiera ocultar las historias que albergaba. Una enfermera de rostro amable la recibió en la entrada, guiándola por pasillos largos y fríos, donde los ecos de pasos y murmullos parecían pertenecer a otro tiempo.
Había algo en esos pasillos que recordaba a un hospital antiguo, o quizás a una escuela abandonada. Lugares donde la memoria se queda pegada a las paredes.
—La señora Estela tiene momentos de lucidez muy breves —explicó la enfermera—. A veces, solo segundos. Pero puede intentarlo.
Elena asintió, ajustando su bolso al hombro, y siguió a la enfermera hasta una sala iluminada por una ventana alta. Allí, en un sillón junto a una mesa con piezas de rompecabezas esparcidas, estaba Estela. Su cabello blanco caía en ondas suaves, y sus ojos, aunque perdidos, tenían una chispa que destellaba por momentos.
La anciana parecía parte del mobiliario: inmóvil, silenciosa, como si el tiempo la hubiera dejado atrás.
—Buenos días, señora Estela —saludó Elena con voz suave, acercándose con cautela—. Soy Elena, trabajadora social. Quisiera hablar con usted sobre su nieto, Gabriel.
La anciana no respondió de inmediato. Tenía la mirada fija en un punto indeterminado, como si observara algo en otra dimensión, más allá de las paredes del instituto. Sus dedos, delgados y temblorosos, acariciaban el borde de una manta de lana tejida a mano que cubría sus piernas.
—¿Gabriel? —repitió Elena, inclinándose un poco más cerca, con una sonrisa amable—. ¿Lo recuerda? Es su nieto. Un niño de cinco años.
Estela frunció el ceño, como si intentara entender esas palabras en un idioma que apenas reconocía. Su mirada vagó por la habitación y luego volvió a la cara de Elena, pero sin enfocarla del todo.
—La tarta... —susurró, casi en un tono infantil—. Le puse cerezas. Pero él no quería cerezas. Quería manzana. Siempre decía que la manzana crujía más bonito.
Elena parpadeó, conteniendo la frustración. Sabía que esos desvaríos eran comunes, pero algo en la forma en que lo decía... tan convencida, tan precisa… la empujó a seguir intentando.
—¿Se refiere a Gabriel? ¿A su nieto?
Estela no respondió. Ahora reía muy bajito, como si alguien invisible le hubiera contado un secreto. Movió la cabeza hacia un lado, susurrando algo ininteligible.
—Él vino con las manos sucias —murmuró—. Las traía llenas de tierra y me dijo que el jardín estaba triste. Que había que hablarle... al jazmín... ¿usted le habló al jazmín, señorita?
Elena tragó saliva.
—¿Gabriel le dijo eso? ¿Cuándo fue la última vez que lo vio? —insistió Elena, suavemente, pero con una firmeza determinada.
Estela dejó de reír. Su rostro se endureció por un instante. Luego, algo se movió en su mirada: un breve destello de conciencia, como una luciérnaga en medio de la niebla.
—Gabriel… —repitió en un murmullo, con una voz que parecía cargada de otra época, de otro estado mental.
Elena contuvo la respiración.
La anciana giró levemente la cabeza hacia la ventana, donde la luz del sol entraba tamizada por los cristales sucios. Parpadeó una vez, lentamente. Y entonces, sin mirar a nadie en particular, dijo:
—Dijo que estaría bien… —su voz salió serena, clara, como si hablara desde un lugar profundo de su memoria—. Solo cuando brillen las estrellas podría regresar.
Y luego, el instante pasó.
Como una hoja cayendo en un estanque, la mirada de Estela se volvió opaca, lejana. Su rostro recuperó el rictus errático de los últimos años. Sus dedos empezaron a moverse al ritmo de una melodía sin compás, y comenzó a tararear algo que no tenía forma ni lógica.
La canción parecía inventada en el momento: no tenía letra ni ritmo, pero Estela la repetía como si fuera la única verdad del mundo.
Elena se quedó inmóvil. Aquella frase, dicha sin contexto ni explicación, golpeó algo en su interior. Había algo en esas palabras… una advertencia, quizás, o una promesa.
La claridad con que lo dijo no dejaba espacio a la imaginación. Era como si, por un segundo, alguien más hubiera hablado a través de ella.
La enfermera, que había permanecido cerca, colocó con delicadeza una mano en el hombro de Elena.
—Es todo lo que suele decir en sus momentos de claridad —dijo en voz baja—. Lamentablemente, no podemos esperar más.
Elena asintió lentamente, agradeciendo el gesto sin apartar la vista de Estela, que ahora hablaba con las flores del estampado de su manta como si fueran viejas amigas.
“No hay que olvidarse de regarlas”, murmuraba. “Las de la esquina siempre se ponen celosas…”
Cuando se alejó por el pasillo del instituto, su paso era pausado, pero su mente giraba con rapidez. Esa frase —"solo cuando brillen las estrellas podría regresar"— no era algo que una anciana delirante dijera al azar. Tenía el peso de un mensaje. Uno que quizás, todavía, esperaba ser comprendido.
(...)
De regreso en su oficina, Elena marcó el número de Teresa, su amiga abogada. Tras explicar la situación, Teresa respondió con determinación:
—Necesitamos obtener un certificado médico que acredite la incapacidad de Estela para ejercer la responsabilidad parental. Con eso, podremos presentar una solicitud de guarda con fines adoptivos para Amelia y Martín.
Elena tomó nota, subrayó fechas, recopiló informes. Pero incluso mientras hacía todo eso, la voz de Estela no dejaba de repetirse en su cabeza, como una canción antigua que no se puede olvidar.