Cuando brillen las estrellas

Capítulo 38

La noticia de la guarda provisoria había sido recibida como una bocanada de aire fresco. Amelia y Martín habían salido del juzgado tomados de la mano, con el corazón latiendo como si acabaran de correr una maratón. No hicieron falta palabras. Se miraron apenas al cruzar las puertas del edificio y supieron, con esa certeza que solo da el amor verdadero, que acababan de dar un paso gigante hacia su sueño compartido: formar una familia con Gabriel.

Aquel mismo día, mientras Gabriel jugaba con sus bloques en la alfombra del living, Amelia lo miró desde el marco de la puerta, los ojos brillantes, y le dijo:

—¿Y si esta noche salimos a celebrar?

Martín, que acababa de entrar con una bolsa de pan recién horneado, apoyó la compra en la mesa y se sumó a la escena con una sonrisa.

—¿Celebrar qué? —preguntó Gabriel, con su tono de niño curioso y las manos llenas de piezas de colores.

—Que cada vez estamos más cerca de que seamos una familia para siempre —respondió Amelia, acercándose para acariciarle el cabello.

Gabriel frunció el ceño un momento, como si procesara la información, y luego sonrió con todos los dientes.

—¡¿Vamos a tener una fiesta?!

Martín soltó una carcajada.

—No exactamente una fiesta... Pero sí podemos ir a cenar los tres, como una cita muy especial.

—¿Con pizza? —insistió Gabriel, entusiasmado.

—Con lo que quieras —dijo Amelia, levantándolo en brazos—. Hoy tú eliges, príncipe.

La decisión fue unánime tras revisar un par de ideas: un restaurante italiano que quedaba cerca del parque, uno que Amelia conocía desde pequeña y que tenía manteles a cuadros, lámparas cálidas y música en vivo los fines de semana. Gabriel nunca había ido a un lugar así, y su emoción creció todavía más cuando Martín le mostró un pequeño traje con moño que habían guardado para ocasiones especiales.

—¡¿Voy a usar eso?! —preguntó, con los ojos como platos.

—Claro. Hoy eres nuestro invitado de honor —dijo Martín, ayudándolo a ajustar el cinturón diminuto.

Amelia, por su parte, eligió un vestido azul marino con falda vaporosa que había guardado para “algún momento especial”. Frente al espejo, mientras se colocaba unos pendientes discretos, pensó en todo lo que habían atravesado hasta llegar allí. La ansiedad, los trámites, la incertidumbre… y ahora, por fin, un pequeño momento de alegría.

Cuando salieron a la calle, parecían sacados de una postal. Martín con su saco gris claro y camisa blanca, Amelia con su vestido flotando con cada paso, y Gabriel caminando en medio de ellos, de la mano, con su traje negro y el moño un poco torcido pero lleno de dignidad infantil.

El restaurante los recibió con una mesa en el rincón más cálido, cerca de una ventana con vista a la avenida iluminada. El mozo los saludó con una sonrisa que no disimuló su ternura al verlos llegar así, tan bien vestidos, tan felices.

—¿Quieren ver la carta o ya saben qué van a pedir? —preguntó.

—¡Espaguetis! —dijo Gabriel sin dudar.

—Para los tres —añadió Martín, riendo.

La cena fue más que una comida: fue una celebración de las pequeñas cosas. Gabriel contaba historias imposibles sobre robots y castillos mientras usaba su tenedor como si fuera una espada. Amelia le limpiaba la comisura de la boca cada tanto, sin dejar de sonreír. Martín hablaba poco, pero no dejaba de observarlos a ambos con una expresión de plenitud que pocas veces se había permitido mostrar.

—No puedo creer que estemos acá —dijo Amelia en voz baja, tocando la mano de Martín sobre el mantel.

—Yo sí —respondió él—. Porque no imagino estar en ningún otro lugar.

La música suave del restaurante acompañaba el ritmo de la velada. Un trío de músicos tocaba una versión instrumental de “La vie en rose” que hizo que Amelia cerrara los ojos un instante, como guardando ese recuerdo en su memoria más íntima.

Al final de la cena, Gabriel insistió en que debían tomarse una foto. Martín le pidió al mozo que los ayudara, y los tres posaron frente a sus platos aún medio llenos de espaguetis, las sonrisas amplias, las miradas iluminadas por algo más que las lámparas del lugar.

La imagen capturó algo más que un momento: contenía la promesa de un futuro. Amelia guardó la foto en su teléfono como si fuera un talismán. Gabriel pidió verla una y otra vez, encantado de que por fin tenían una “foto de familia”.

Al regresar a casa, Gabriel se quedó dormido en el coche, agotado pero feliz. Martín lo cargó en brazos hasta su cama, lo arropó con cuidado y le dejó un beso en la frente. Amelia, desde la puerta, los miraba como si tuviera el corazón desbordado.

—Creo que nunca lo vi tan feliz —susurró ella.

—Yo tampoco —respondió Martín, acercándose para abrazarla por detrás—. Y tampoco te vi tan hermosa.

Amelia se giró para mirarlo, con una sonrisa suave.

—Gracias por no rendirte —dijo.

—Gracias por soñarlo conmigo —respondió él.

Esa noche, mientras se acostaban juntos en silencio, sin más luz que la que entraba por la ventana, Amelia tomó el teléfono y volvió a mirar la foto.

—¿Sabes? —dijo, apoyada sobre el pecho de Martín—. Podríamos imprimirla. Ponerla en la pared del pasillo. Para que él la vea todos los días.

—Y para que nosotros recordemos —agregó Martín— que los sueños sí se cumplen.

Afuera, el cielo seguía despejado. Y aunque era tarde, todavía podían verse algunas estrellas.

(...)

Al día siguiente, la casa amaneció envuelta en un silencio cálido y apacible. La cena de la noche anterior había dejado un rastro de risas suaves y corazones llenos. Amelia se despertó antes que los demás y salió al jardín con una taza de café humeante en las manos. El sol aún no trepaba del todo por el cielo, y una brisa suave agitaba las hojas de los limoneros.

Dentro, la casa conservaba ese perfume especial a hogar: mezcla de tostadas, madera y el eco de un niño que por fin dormía sin sobresaltos. Gabriel había tardado en conciliar el sueño, excitado por la salida, la comida, las fotos y el hecho simple pero poderoso de haberse sentido una parte indiscutible de algo.




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