Cuando brillen las estrellas

Capítulo 39

El cielo de la tarde tenía ese tono gris pálido que suele anunciar el fin de algo, aunque nadie supiera exactamente qué. En la casa de Amelia, el silencio era apenas interrumpido por el crujido del reloj de péndulo en la sala y el murmullo ocasional del viento contra las ventanas. Gabriel dormía en su habitación, con una pierna fuera de las cobijas, el pecho subiendo y bajando con ritmo calmo. Amelia estaba en la cocina, removiendo con lentitud una infusión de manzanilla, cuando escuchó el timbre. No era común que alguien llamara a esa hora.

Caminó hasta la puerta con cautela, secándose las manos en el delantal. Al abrirla, se encontró con un hombre de unos setenta años, delgado como una vara, de cabello blanco y ojos celestes que parecían haber visto demasiado. Vestía con pulcritud, aunque su saco mostraba signos de haber sido remendado más de una vez. Sostenía un sombrero gris entre las manos, y cuando ella abrió, inclinó la cabeza con una cortesía que parecía de otra época.

—Disculpe la molestia, señora —dijo, con voz grave pero serena—. Me llamo Adalberto. Fui vecino de Estela, la abuela del niño... Gabriel, ¿verdad?

Amelia frunció apenas el ceño. Su nombre no había sido mencionado por Gabriel, ni por Elena. Hizo a un lado la puerta, invitándolo con un gesto.

—Pase, por favor. ¿Desea un poco de té?

El hombre asintió con gratitud. Se sentaron en la sala, frente a frente, con la taza humeante entre ellos. Adalberto no se apresuró a hablar. Observó las fotografías en la pared, los detalles del hogar, como si cada objeto le contara una historia distinta. Finalmente, fijó los ojos en Amelia con una mirada apacible, pero cargada de intención.

—Estuve pensando mucho si debía venir —dijo, acariciando el borde de la taza con los dedos temblorosos—. Supe por terceros que la señora Estela falleció hace unos días... Lamento su pérdida. Era una mujer fuerte, aunque en sus últimos días... —se detuvo un instante—, empezó a decir cosas extrañas.

Amelia y Martín ya estaban al tanto. Sabían que Estela, la abuela paterna de Gabriel, había fallecido hacía unos días. La noticia no los tomó por sorpresa: su nombre llevaba tiempo apareciendo en los informes del asistente social, siempre asociado a un diagnóstico que hablaba de ausencias, de una mente que se apagaba poco a poco. No la conocieron, pero su muerte dejó una estela leve de melancolía, como si cerrara un capítulo ajeno que, de algún modo, también les pertenecía. Amelia no sintió tristeza, exactamente, pero sí una especie de respeto silencioso, una pausa íntima al pensar en todo lo que aquella mujer —aunque fuera desde el delirio— había intentado proteger. Quizás, sin saberlo, Estela había abierto una puerta para que Gabriel pudiera llegar a ellos.

—Decía que alguien le pidió que lo llevara a la escuela antes de que su mente... se apagara por completo. Repetía esa frase: “Tengo que llevarlo antes de que me olvide”.

Amelia sintió un escalofrío, pero se mantuvo firme. Había aprendido a esconder sus emociones detrás de una máscara paciente.

—¿Decía quién era ese alguien? —preguntó, fingiendo curiosidad.

Adalberto negó con suavidad.

—No. Pero parecía importante para ella. Como si obedeciera una orden muy antigua, muy profunda. Y entonces recordé cosas. Viejas historias que uno escucha cuando ya nadie quiere contarlas. Cosas que se saben, pero no se dicen en voz alta.

Amelia enarcó las cejas.

—¿Qué tipo de cosas?

El hombre bajó la mirada por un instante, como si ordenara sus pensamientos.

—Historias sobre almas que se quedan atrapadas. Que no logran cruzar. Algunas tienen asuntos pendientes... otras, simplemente están perdidas. Pero hay quienes creen que esas almas pueden encontrar un cuerpo para habitar, un vehículo temporal, solo para completar su misión. Y luego... se van.

Amelia sintió que el aire se volvía más denso a su alrededor. No necesitaba que Adalberto dijera más. Sabía exactamente de qué hablaba. Pero no podía permitir que él lo supiera. No todavía.

—¿Se refiere a posesiones? —preguntó, con fingida incredulidad.

Adalberto sonrió, pero no con burla. Era una sonrisa resignada, casi compasiva.

—No como en las películas. No algo violento. Es más bien... un préstamo. Sucede sobre todo en niños pequeños, cuyas mentes aún son maleables, abiertas. Esos niños luego olvidan. Siguen con su vida como si nada hubiese ocurrido. Pero durante ese lapso... el alma que los habita puede cambiar muchas cosas.

Amelia mantuvo el rostro impasible. Pero por dentro, todo su mundo temblaba. El recuerdo de Liam, la forma en que había llegado, cómo había cambiado su vida y la de Gabriel. Y cómo, un día, simplemente ya no estaba.

—Y si esa alma... cumple su misión —dijo ella con voz baja—, ¿cree que logra descansar? ¿Que puede irse en paz?

Adalberto la miró con una ternura inusitada.

—Eso espero. Creo que sí. A veces solo hay que mirar hacia arriba, a las estrellas... y confiar en que las respuestas están ahí, esperando que las encontremos. No siempre entendemos el por qué de las cosas. Pero todo tiene un propósito. Aunque nos tome años descubrirlo.

Amelia asintió con un nudo en la garganta. No dijo nada, pero por dentro, algo se acomodó. Como si las piezas de un rompecabezas finalmente encajaran. Por primera vez en mucho tiempo, se sintió en paz. Tal vez Liam, después de todo, había encontrado su descanso. Tal vez su llegada y su partida eran parte de un plan más grande, uno que no requería explicación.

Miró hacia la habitación donde dormía Gabriel. Su hijo. Su verdadera razón. Lo amaba con una intensidad que a veces le dolía. Y ahora, comprendía que ser su madre también era parte de algo sagrado. Un legado, una elección... un milagro.

Adalberto se levantó con lentitud, dejó la taza en la mesa con un gesto meticuloso y se puso el sombrero. Amelia lo acompañó hasta la puerta.

—Gracias por venir —dijo ella, sinceramente.




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