Cuando brillen las estrellas

Capítulo 40

La tormenta se había desatado con fuerza sobre la ciudad, una sinfonía de truenos desgarrando el cielo y relámpagos que iluminaban por breves segundos las habitaciones de la casa. Los árboles del jardín danzaban con furia al compás del viento, y las ventanas vibraban con cada estallido en la distancia. Amelia cerró un libro en la sala, se ajustó la manta sobre los hombros y escuchó el crujir familiar de los pasos pequeños en el pasillo. Un instante después, Gabriel apareció en el umbral.

—¡Mamá! ¡Papá! —gritó, los ojos desorbitados, pero no de miedo. Estaban llenos de asombro, como si hubiese visto algo imposible.

Martín levantó la vista desde su sillón, bajando las gafas por la punta de la nariz.

—¿Qué sucede, campeón?

Gabriel jadeaba, las mejillas enrojecidas por la emoción.

—¡La vi! ¡La vi caer! ¡Mi estrella! ¡La que me salvó!

Amelia se inclinó hacia él con suavidad, acariciándole el cabello mojado por la transpiración.

—¿Qué estrella, amor? ¿Qué quieres decir?

Gabriel señaló hacia la ventana, donde los relámpagos seguían rasgando el cielo.

—¡Cayó al jardín! ¡Vi la luz! ¡Justo donde Rufus siempre entierra sus huesos! —se giró hacia la puerta principal—. ¡Tengo que ir! ¡Ahora!

Martín y Amelia intercambiaron una mirada. Ambos sabían que detener a Gabriel cuando hablaba con esa seguridad era tan inútil como intentar frenar la lluvia con las manos. Y en el fondo, algo en la forma en que el niño hablaba les removía una emoción profunda, una añoranza que tenía nombre: Liam.

—Está bien, pero nos pondremos los impermeables, ¿de acuerdo? —dijo Martín, incorporándose.

—No. —Gabriel negó con firmeza—. Tengo que ir yo solo. Ella me llamó a mí. Rufus vendrá conmigo.

Desde la cocina, como si entendiera perfectamente el guión, Rufus ladró una vez y corrió a su lado, meneando la cola con energía.

Amelia se arrodilló ante su hijo, dándole un beso en la frente.

—Ten cuidado, mi amor. Si ves algo peligroso, gritas fuerte.

Gabriel asintió solemnemente y abrió la puerta. El viento les golpeó de lleno, pero el niño no dudó. Tomó su linterna, que colgaba junto a la entrada, y corrió hacia el jardín con Rufus a su lado.

Las luces de la casa quedaron atrás, y Gabriel se adentró entre las sombras húmedas, guiado por la certeza que solo los niños poseen. La linterna temblaba en su mano, pero la lluvia no parecía molestarlo. Ni el trueno más cercano hizo que se detuviera. Había una dirección, un llamado. Lo sentía en el pecho.

Pasó junto al viejo rosal, ahora cubierto de gotas como lágrimas, y siguió hasta el rincón donde Rufus solía escarbar con entusiasmo. Y allí la vio.

Una piedra, o algo parecido, reposaba sobre el pasto revuelto. No parecía haber caído del cielo, no había cráter, ni rastro de quemadura. Pero la piedra brillaba. No como una lámpara ni como el reflejo de un relámpago. Brillaba desde dentro, con un fulgor suave, casi palpitante. Era pequeña, del tamaño de una naranja, y tenía vetas doradas que se movían como hilos líquidos en su interior.

Gabriel se quedó inmóvil, sintiendo cómo Rufus gruñía suavemente, no con amenaza, sino con esa extraña conciencia que tienen los animales frente a lo inexplicable. El niño avanzó con cuidado y se agachó junto a ella. Extendió la mano.

Al tocarla, no sintió calor ni frío. La piedra estaba tibia, como si respondiera a su contacto. Y entonces algo se movió en su cabeza: una imagen, una voz, una sensación que no tenía palabras. Una memoria que no era suya, pero que reconocía. Una risa lejana. Una promesa. Un lazo.

—Eres tú —susurró.

Rufus gimió y apoyó el hocico junto a la piedra. La lluvia seguía cayendo, pero allí, en ese rincón del jardín, todo parecía detenido. Gabriel se sentó sobre sus talones, contemplando la piedra como si estuviera frente a una presencia viva.

—Tú me cuidaste cuando nací —dijo, sin saber por qué lo decía—. Tú me viste en la incubadora. Tú estabas allí cuando nadie más podía estar. Eres la luz que vi cuando estaba dormido.

Las palabras salían solas, sin esfuerzo, como si no provinieran de su mente, sino de algún lugar más antiguo. El niño tomó la piedra entre las manos. La lluvia no apagó su brillo.

—Eres mi guía —declaró, con una certeza que estremeció al perro, a la tierra, y quizás incluso al cielo—. Y yo te llevaré conmigo.

Volvió a la casa sin prisa, con la piedra pegada al pecho, protegida dentro de su abrigo. Rufus iba detrás, sin ladrar, con la cabeza gacha, como si escoltara algo sagrado. Al llegar, Amelia y Martín lo esperaban en la puerta. Vieron la expresión en el rostro de su hijo y supieron que algo había cambiado.

—¿La encontraste? —preguntó Martín con suavidad.

Gabriel asintió. Abrió su abrigo y les mostró la piedra. La luz que emitía era real, innegable, pero no hería los ojos. No era una linterna, no era ningún aparato. Era... otra cosa.

—Se llama “mi guía” —dijo Gabriel—. No es una piedra cualquiera. Es la que me cuidó cuando yo no podía cuidarme. Es... Liam.

Amelia sintió un nudo en la garganta. Se agachó, tomando con cuidado la piedra entre los dedos. La sostuvo, pero no ocurrió nada. No brilló más fuerte, ni habló. Sin embargo, sintió algo: un calor que le recordó los brazos de su padre cuando ella era niña. Un olor a madera, a libros viejos. Una risa breve y lejana.

Martín tragó saliva. Se acercó, tocó también la piedra. Y bajó la cabeza.

—Entonces... bienvenida de vuelta —dijo, casi para sí.

Desde esa noche, la piedra estuvo siempre en el cuarto de Gabriel. Dormía con ella cerca, como un faro. A veces la llevaba en el bolsillo al jardín, y hablaba con ella. Le contaba sus días, sus juegos, sus sueños. Amelia lo escuchaba desde la puerta y no tenía el valor para interrumpir.

—Hoy soñé que volabas conmigo sobre la ciudad —decía Gabriel—. Me enseñaste las estrellas. Me dijiste que no tenía que tener miedo. Que tú estarías ahí si alguna vez me perdía.




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