El auto avanzaba por la ruta con un murmullo constante, como un susurro suave que acompañaba los pensamientos de cada uno en silencio. La ciudad de Córdoba se acercaba a lo lejos, envuelta en la luz dorada de una mañana tranquila. Amelia iba en el asiento delantero, con las manos entrelazadas sobre el regazo, mirando por la ventana sin realmente ver. Detrás, Gabriel dormitaba con la cabeza recostada sobre su osito Cosmo, mientras el cinturón de seguridad lo rodeaba como un abrazo protector. A su lado, Rufus —el perro mestizo de mirada sabia y pelaje desordenado— resoplaba en sueños, con la lengua fuera y las patas moviéndose como si corriera detrás de alguna travesura imaginaria. Martín conducía con calma, una mano firme en el volante y otra descansando cerca de Amelia, rozándole los dedos de vez en cuando, como una forma silenciosa de acompañarla en ese viaje que era, a la vez, un cierre y un comienzo.
Habían decidido volver. Una última vez. No porque fuera necesario en términos legales, ni porque alguien los obligara, sino porque el corazón de Amelia lo pedía. Y Martín lo comprendió sin que ella tuviera que explicarlo con palabras. Gabriel tampoco preguntó demasiado; simplemente aceptó el viaje con la naturalidad de quien entiende que algunas despedidas necesitan hacerse en persona.
El viejo hogar de niños estaba oculto tras unos árboles que crecían sin control. El portón de hierro oxidado crujió al abrirse, dejando al descubierto un edificio que alguna vez albergó risas, juegos y secretos. Ahora, las ventanas estaban tapiadas o rotas, las paredes cubiertas de grafitis, y el jardín, invadido por maleza y flores silvestres. Un columpio colgaba torcido, moviéndose apenas con la brisa, como si jugara con fantasmas del pasado. Era un lugar abandonado desde hacía muchos años, devorado lentamente por el tiempo.
Caminaron en silencio, guiados por la memoria. Amelia conocía ese camino de tierra resquebrajada, pero todo le parecía más pequeño, más lejano, más ajeno. Gabriel sostenía su mano con fuerza, y Rufus olisqueaba entre los arbustos, atento pero tranquilo. Martín se mantuvo a su lado, sin intervenir, sabiendo que aquello era algo que debía hacer ella.
Llegaron al fondo del predio, donde aún se alzaba un árbol añoso cuya sombra cubría un banco de madera podrida. Amelia se detuvo allí. Respiró hondo. El aire tenía un olor denso, mezcla de tierra húmeda y nostalgia.
—Aquí es y aquí será—dijo en voz baja, sin dirigirse a nadie en particular.
No se refería a Liam, no directamente. Porque Amelia jamás había conocido a Liam en este lugar. No en su forma humana. A Liam lo había conocido como un alma viajera, ocupando el cuerpo de Gabriel. Lo que sabía de su pasado, de su niñez vivida entre estas paredes, era apenas una imagen difusa, construida con fragmentos, intuiciones y lo que Liam le había compartido a través de gestos y silencios.
Sacó del bolso un pequeño ramo de flores blancas, atado con una cinta azul pálido. Las dejó con cuidado sobre el banco, como quien deja un pedazo del alma. Cerró los ojos por un momento, mientras el aire fresco le acariciaba el rostro.
Gabriel la observaba en silencio. Luego, con una solemnidad inesperada para su edad, sacó a Cosmo de su mochila. Lo miró con ternura, como si se despidiera de un amigo muy querido.
—Cosmo me ayudó cuando estaba triste —dijo, como si le hablara a Liam, o tal vez al mismo universo—. Pero ahora ya no estoy triste. Ahora tengo a mi mamá y a mi papá.
Y con esas palabras, colocó al osito junto a las flores. Cosmo quedó sentado, con sus patitas hacia adelante y la mirada de botones fijos hacia el cielo. Rufus se echó a su lado, como si comprendiera la importancia del momento, y apoyó la cabeza sobre sus patas delanteras con un suspiro.
Amelia abrazó a Gabriel sin decir nada, apretándolo contra su pecho mientras las lágrimas le corrían por las mejillas sin urgencia. Martín se acercó y les rodeó a ambos con sus brazos, formando un núcleo perfecto de amor y despedida.
—Gracias —susurró Amelia al viento —Gracias por todo Liam.
Se quedaron allí un rato, el tiempo suficiente para dejar que el silencio completara lo que las palabras no podían decir. Luego, Gabriel tomó la mano de Amelia, y juntos regresaron por el sendero de piedra agrietada hacia la salida. Rufus trotaba a su lado, como escoltando su regreso.
Cuando llegaron al auto, Martín le guiñó un ojo a Gabriel y dijo con una sonrisa que trataba de ser casual:
—Tengo una idea. ¿Qué te parecería ir al parque de diversiones?
Gabriel se quedó quieto por un segundo. Luego sus ojos se agrandaron, como si acabara de ver un milagro.
—¡Sííííí! ¡Sí quiero! ¡Vamos ya, vamos ya!
Martín se rió con ganas y le revolvió el cabello con la mano.
—Entonces sube, campeón. Hoy es un buen día para celebrar.
Y lo era. Lo supieron todos en ese instante. Porque aunque las despedidas tienen un sabor agridulce, también abren la puerta a nuevos comienzos. La tristeza se había vuelto memoria, y la memoria, raíz. Desde ahí crecería todo lo demás.
Mientras el auto avanzaba rumbo al parque, Gabriel iba cantando una canción inventada, con letras que hablaban de ositos, estrellas, perros guardianes y familias que se encuentran. Amelia lo miraba por el espejo retrovisor y sonreía. El niño que una vez conoció con la mirada llena de preguntas, ahora rebosaba respuestas. Su corazón, también.
El parque de diversiones apareció al fondo como un mundo paralelo: lleno de luces, ruedas girando, globos de colores y el eco lejano de risas. Gabriel pegó la cara a la ventana.
—¡Ahí está! ¡Ahí está!
Martín aparcó y Gabriel fue el primero en salir, corriendo hacia la entrada con la energía de quien estrena el mundo. Rufus ladró una vez y salió detrás de él, meneando la cola, mientras Amelia y Martín los seguían de la mano, sin prisa, sabiendo que el presente era un regalo demasiado valioso como para apurarlo.