El primer campamento
Gabriel nunca había pasado una noche fuera de casa solo, sin Amelia ni Martín cerca. Pero este año, en la escuela, había llegado el momento: el esperado campamento anual para los niños de cuarto grado. Tenía ya ocho años, y aunque se esforzaba en mostrarse valiente frente a sus amigos, por dentro sentía un torbellino difícil de explicar. Aquel viaje de dos noches a una reserva natural en las afueras del pueblo representaba, para él, un salto inmenso. Un paso hacia lo desconocido.
En la cocina, la noche anterior, Amelia le ayudó a preparar la mochila. Dobló con cuidado las mudas de ropa, marcó con su nombre la linterna y los productos de higiene, y revisó tres veces que llevara todo lo necesario. Martín se encargó de la bolsa de dormir, infló el colchoncito aislante y le explicó, con entusiasmo fingido, cómo usar el silbato de emergencia. Pero era Amelia quien, con manos suaves y mirada atenta, notó que algo en Gabriel estaba más tenso de lo habitual.
—¿Te duele la panza? —preguntó, mientras guardaba los calcetines.
Gabriel negó con la cabeza, pero bajó la mirada.
—Es que… nunca dormí lejos de ustedes —susurró—. ¿Y si me olvido cómo volver?
Amelia se acercó y le acomodó un mechón de cabello rebelde detrás de la oreja.
—Gabriel, tú llevás nuestra casa en el corazón. Y eso no se olvida. Aunque te fueras al otro lado del mundo, seguirías sabiendo cómo regresar.
Luego, sin más palabras, abrió el cajón pequeño del escritorio y sacó una bolsita de tela. Dentro, reposaba la piedra. Su piedra. Esa misma que Gabriel había encontrado una tarde en el jardín. Aún había algo en su forma irregular, en el brillo suave de su superficie, que lo hacía sentir acompañado.
—Llevá la piedra, Gabriel —le dijo Amelia, con la voz templada de quien conoce los temores que no se dicen en voz alta—. Siempre te acompaña. No importa dónde estés.
Gabriel asintió con solemnidad. No era superstición, ni una simple costumbre: esa piedra era un pedacito de su historia, un símbolo silencioso de todo lo que había vivido y todo lo que todavía tenía por vivir. La guardó en el bolsillo interno de su chaqueta, con un cuidado casi reverencial.
El viaje en autobús fue ruidoso y alegre. Los niños cantaban, jugaban con cartas, intercambiaban dulces a escondidas de los docentes. Pero Gabriel miraba por la ventanilla, siguiendo con la vista los árboles, las casas dispersas, el cielo que se extendía sin fin. Pensaba en su casa, en Rufus dormido en la alfombra, en la taza azul de Amelia y el silbido de la tetera. El mundo más allá del hogar era vasto, emocionante… y levemente aterrador.
El primer día en el campamento fue una mezcla de emociones. Rieron, jugaron a la soga, aprendieron a armar las carpas —o, en el caso de Gabriel, a enredarse con las estacas y terminar cubierto de tierra—. Hubo un taller de avistamiento de aves, una caminata guiada por el bosque y una cena al aire libre donde algunos niños descubrieron que las hamburguesas cocidas en fogón no siempre sabían igual que en casa.
Gabriel intentó integrarse. Se reía cuando tocaba, compartía galletas con sus compañeros, respondía a las preguntas de los monitores. Pero por dentro, la sensación de extrañeza lo acompañaba como una sombra persistente. No era miedo exactamente, sino algo más tenue: un vacío, una nostalgia suave y constante.
Al caer la tarde, cuando el cielo se cubrió de tonos naranjas y violetas, y el aire comenzó a enfriarse, las primeras sombras del miedo se colaron bajo su piel. Estaban todos alrededor de una fogata, contando historias, asando malvaviscos y jugando a inventar leyendas absurdas, pero Gabriel sentía que el crujido del fuego y el ulular lejano de los búhos eran un recordatorio sutil de que estaba lejos de lo conocido.
El frío se coló entre sus ropas, y sintió un nudo formarse en su garganta. Cerró los ojos, sacó la piedra del bolsillo y la sostuvo con fuerza entre sus dedos. La apretó como si pudiera extraer de ella un poco de coraje.
—Estoy aquí —murmuró, con voz baja, casi como un secreto—. No estás solo.
Y no lo estaba. Porque en ese instante, recordó el abrazo de Amelia cuando tenía fiebre, la manera en que Martín lo levantaba del suelo y lo hacía girar hasta que todo daba vueltas, la forma en que la luz entraba por la ventana del comedor en las mañanas de domingo. El hogar no era un lugar, entendió. Era una sensación. Y él la llevaba consigo.
Esa noche, mientras los otros niños dormían, Gabriel se quedó un rato despierto, envuelto en su bolsa de dormir, mirando el techo de la carpa. Afuera, los sonidos del bosque cantaban en la oscuridad. Y, por primera vez, no le dieron miedo. La piedra seguía en su mano, tibia por el calor de sus dedos.
Soñó con el jardín de su casa, con Rufus ladrando a las mariposas. Soñó también con el universo que había dibujado en la tierra un tiempo atrás, con planetas girando alrededor de un sol hecho con tapas de botellas. Soñó con Amelia leyéndole un cuento antes de dormir y con Martín haciéndole trampa en un juego de mesa solo para escucharlo reír.
Al despertar, el sol de la mañana calentaba la tierra húmeda y traía consigo una promesa de nuevos comienzos. Gabriel se estiró, guardó la piedra con cuidado, y se unió a los demás en el desayuno. Pan con mermelada, leche tibia, y muchas risas por las historias absurdas que contaban sobre quién roncaba más fuerte.
El segundo día pasó entre excursiones al arroyo, partidos de fútbol improvisados, canciones desafinadas y amistades que se empezaban a formar. Gabriel reía, corría, tropezaba y se levantaba. Cada vez que el miedo asomaba, llevaba una mano al bolsillo, y eso bastaba para seguir.
Cuando llegó la noche del segundo día, se volvió a sentar junto a la fogata. Esta vez, se animó a contar una historia él mismo. Una que mezclaba planetas, piedras que brillaban y una casa que viajaba con uno a donde fuera. Los demás lo escucharon con atención. Nadie se rió. Y al terminar, un chico que apenas conocía le dio una palmada en la espalda.