Cuando brillen las estrellas

Capítulo 45

El final de un ciclo

La tarde caía lenta sobre la ciudad, como un telón de luz cálida que cubría las casas, los árboles, los autos detenidos en los semáforos, el vapor que subía desde las azoteas. En el interior de un estudio lleno de libros, plantas y papeles dispersos, Gabriel inclinaba la cabeza sobre su escritorio. El reloj marcaba las seis con treinta y siete, y su pluma temblaba ligeramente sobre la última página del manuscrito.

La tinta negra se deslizaba firme, casi solemne, mientras escribía las dos palabras que habían vivido dentro de él durante años. Lo había pensado muchas veces, lo había soñado, incluso lo había temido: ponerle fin. Pero ahora estaban allí, trazadas con una claridad que le sorprendió incluso a él.

El fin.

Cerró los ojos y dejó que el silencio lo envolviera. No era un silencio cualquiera. Era uno profundo, cargado de significado. Como si el mundo entero hubiera contenido el aliento para acompañarlo en ese gesto final. Afuera, el viento movía las ramas de los árboles. Desde la cocina llegaba el murmullo de Clara, su esposa, hablando por teléfono. Y desde el piso de arriba, risas suaves y pasos apresurados: los niños jugaban a escondidas antes de la cena.

Gabriel levantó la mirada. Respiró hondo. Su corazón latía con fuerza, pero no por ansiedad. Era otra cosa. Algo que se parecía mucho a la paz.

Acarició la portada del manuscrito. Había decidido llamarlo 'Cuando brillen las estrellas'. El título le había venido una noche, mientras observaba el cielo desde la ventana de su habitación. No fue planeado ni discutido con nadie. Simplemente lo supo. Era ese. Tenía que ser ese. Porque no era solo una historia. Era la historia. Su historia. O tal vez la historia de Liam. O la historia de ambos. O la historia de todos los que alguna vez buscaron algo más allá del dolor.

Durante un momento, se permitió simplemente estar ahí, sin hacer nada. Solo sentir. Recordar. Volver.

Pensó en todo lo que le había costado llegar hasta ese punto. En las veces que quiso abandonar el proyecto, que dudó de su valor. En los días en los que escribir era una forma de resistir, de sostenerse. Y en las noches —tantas— en las que solo quería abrazar a ese niño que fue y decirle que iba a estar bien.

Entonces, como guiado por un impulso suave, se inclinó y abrió el cajón más bajo de su escritorio. Hacía mucho que no lo revisaba. Tuvo que mover algunas carpetas viejas, una libreta de tapas rotas, fotografías que ya casi no recordaba haber impreso. Y entonces, debajo de todo eso, la encontró.

Una caja de madera, pequeña, sin adornos. La reconoció de inmediato. Sus dedos se posaron sobre ella con reverencia. Como si tocaran algo sagrado. Algo que había sobrevivido al tiempo.

La colocó sobre el escritorio. La luz del atardecer la envolvía en un resplandor suave. Gabriel la abrió con lentitud, como si cada segundo mereciera ser vivido con atención. Y ahí estaba.

La piedra.

Exactamente como la recordaba. Lisa, grisácea, con pequeños destellos dorados que parecían moverse cuando la giraba. No había cambiado. O tal vez sí, pero de una forma que no se podía ver con los ojos. La tomó entre los dedos. Estaba tibia. O quizás era su piel la que ardía. Gabriel sonrió, y por un instante, volvió a estar ahí, en ese lugar, en esa época.

Tenía cinco años otra vez. Y la piedra no era solo una piedra. Era la promesa de que había algo más. Algo más allá del dolor, más allá del miedo, más allá de la muerte.

Volvió a ver a Liam con total claridad. No en las fotos, no en la memoria, sino como si estuviera frente a él. Con su risa tímida, sus ojos cargados de preguntas, sus silencios que decían más que cualquier palabra. Lo vio sentado junto a él, en el banco de madera del parque, girando la piedra entre los dedos, hablando de constelaciones, de mundos invisibles, de promesas hechas bajo la lluvia.

Y entonces, sin pensarlo, dijo:

—Gracias por guiarme hasta acá.

Su voz apenas rompió el silencio, pero fue suficiente. La piedra parecía brillar un poco más en su mano. Gabriel la sostuvo con firmeza, como quien toma impulso, y agregó con suavidad:

—El resto, lo hago yo.

No hubo respuesta. No la esperaba. Era una despedida, sí. Pero también una bienvenida. A otra etapa. A otro tipo de historia.

Volvió a guardar la piedra en la caja, pero no la cerró del todo. La dejó entreabierta, como quien sabe que hay cosas que nunca terminan del todo, que siempre nos acompañan.

Caminó hasta la puerta del estudio y se detuvo a observar su casa. Era una casa viva, llena de movimiento. Clara lo saludó con una sonrisa al verlo aparecer. Sus hijos —el mayor con el cabello revuelto, la menor con un vestido de flores— se lanzaron hacia él en una carrera desordenada y feliz.

Los abrazó con fuerza. Los sostuvo. Sintió el latido de la vida en sus pequeños cuerpos, el futuro latiendo en sus risas.

Gabriel observó a Clara. Ella, que había llegado a su vida después de tantos giros, tan distinta a lo que alguna vez imaginó. A Clara no la conoció en el momento adecuado, o al menos no de la manera que creía que sería el amor de su vida. Pero la vida tenía formas misteriosas de reunirse con las personas. Había algo en ella que había sentido como si hubiera estado esperando que ambos se encontraran, aunque no de la manera convencional que Gabriel había supuesto.

Y lo pensó, por primera vez, con claridad: había encontrado su hogar. No solo en la casa, ni en las paredes que la rodeaban. Sino en la calma que Clara le ofrecía, en el amor incondicional de sus hijos, en los días simples que pasaban juntos, y en las noches, llenas de conversaciones suaves, risas y complicidad. Era una familia que no había sido perfecta, pero que había crecido y encontrado su equilibrio, tal vez gracias a la fuerza de todo lo que había vivido.

Clara lo miró con cariño mientras organizaba los platos para la cena. Su vida, la de ellos como familia, era ahora un refugio. No todo había sido fácil, pero había llegado hasta allí con la firme convicción de que lo que había en su interior ahora valía más que cualquier recuerdo doloroso.




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