Cuando el amor se equivoca.

CAPÍTULO 1 La tarde en que nada salió según el plan

Nada anunciaba el error, y sin embargo estaba ahí, agazapado en la exactitud de una tarde demasiado correcta.

El reloj marcaba las cinco y diecisiete cuando Clara decidió que no iba a cambiarse de blusa. La había elegido con una convicción tranquila, casi mecánica: algodón claro, mangas simples, un color neutro que no pedía explicaciones. No era una tarde para impresionar a nadie, se repitió. Era solo un café. Un encuentro breve. Un trámite emocional que no merecía mayor atención.

Esa fue la primera equivocación.

La segunda fue creer que el día obedecería su voluntad.

Desde la ventana del departamento, la ciudad parecía ordenada. Los árboles inmóviles, el tránsito contenido, la luz cayendo con una cortesía casi artificial. Todo indicaba que el mundo iba a cumplir con su parte. Clara tomó el bolso, revisó que las llaves estuvieran en su lugar, respiró hondo sin saber por qué y cerró la puerta con ese gesto automático de quien no espera nada extraordinario.

En el ascensor, el espejo le devolvió una imagen conocida: el pelo recogido sin esfuerzo, los ojos atentos, la expresión de alguien que ha aprendido a no entusiasmarse demasiado. Sonrió apenas, no por felicidad, sino por costumbre. Esa sonrisa era su modo de mantener las cosas en su sitio.

—Es solo un café —murmuró, como si el ascensor pudiera contradecirla.

El encuentro había sido idea de él. De Daniel. Un nombre que hasta ese momento ocupaba un espacio cómodo y discreto en su vida: colega amable, conversaciones inteligentes, humor seco pero preciso. Nada peligroso. Nada que pudiera alterar el orden cuidadosamente construido.

Se conocían desde hacía seis meses, lo suficiente para compartir confidencias ligeras, pero no tanto como para incomodarse con silencios prolongados. Daniel era correcto. Excesivamente correcto, incluso. Siempre puntual, siempre atento, siempre a la distancia justa.

Por eso Clara aceptó el café sin sospechar nada.

El bar estaba a tres cuadras. Caminó despacio, observando detalles que normalmente ignoraba: una vidriera mal iluminada, una pareja discutiendo en voz baja, un perro que se negaba a avanzar tironeando la correa. El mundo parecía detenerse en pequeñas escenas que no le pertenecían, como si alguien hubiese decidido ralentizar la tarde sin consultarla.

Daniel ya estaba allí cuando llegó.

No levantó la mano para saludarla. No hizo ningún gesto exagerado. Apenas se puso de pie con una sonrisa breve, sincera, sin solemnidad.

—Llegué antes —dijo—. Milagro.

—No tanto —respondió ella—. Siempre llegás antes.

Ese intercambio mínimo, casi insignificante, fue suficiente para alterar algo. No sabían qué. Aún no.

Se sentaron frente a frente. La mesa era pequeña. Demasiado pequeña. Clara notó la cercanía de inmediato, la distancia exacta entre sus manos, el leve roce accidental cuando ambos acomodaron la taza al mismo tiempo.

—Perdón —dijeron a la vez.

Rieron.

La risa fue breve, desordenada, incómoda. No estaba ensayada. No cumplía ninguna función social clara. Y eso la hizo peligrosa.

Daniel pidió café solo. Clara pidió lo mismo, aunque normalmente prefería cortado. No supo por qué. Tal vez por imitación. Tal vez por una necesidad absurda de coincidir.

—¿Cómo estás? —preguntó él, con una atención que no resultaba invasiva.

—Bien —contestó ella—. Bien en general.

Daniel asintió, como si entendiera que ese “bien” no admitía preguntas adicionales. Clara agradeció ese gesto. Siempre había valorado a las personas que sabían detenerse a tiempo.

Hablaron de trabajo. De proyectos postergados. De una serie que ambos habían abandonado en el tercer capítulo. Todo transcurrió con una naturalidad casi excesiva, como si la tarde quisiera demostrar que no había motivo alguno para el nerviosismo que Clara sentía instalarse lentamente en el pecho.

Entonces ocurrió.

No fue una confesión. No fue una mirada intensa. No fue un silencio cargado de significado.

Fue un comentario torpe.

—A veces pienso —dijo Daniel, mientras revolvía el café— que somos bastante parecidos en la forma de arruinarnos las cosas.

Clara levantó la vista.

—¿Arruinarnos qué cosas?

Daniel dudó. Apenas un segundo de más. Lo suficiente.

—Las que podrían ser simples.

El comentario quedó suspendido entre ellos, como una nota mal colocada en una melodía conocida. Clara sintió una incomodidad leve, punzante. No dolorosa, pero persistente.

—No sabía que yo arruinaba cosas —respondió, intentando mantener el tono ligero.

—No era un reproche —se apresuró a aclarar él—. Más bien una observación compartida.

La observación, sin embargo, había hecho su trabajo. Algo se desplazó. Una pieza mínima, casi invisible, pero imposible de ignorar.

Clara sonrió, esta vez sin convicción.

—Supongo que todos arruinamos algo —dijo—. Es bastante humano.

Daniel la miró con una atención distinta. No más intensa, pero sí más detenida. Como si hubiera decidido registrar cada gesto.

—Sí —admitió—. Eso pensé.

El café se enfrió. Ninguno lo notó.

Hablaron de otras cosas, pero la ligereza inicial ya no era la misma. Había una tensión suave, casi elegante, que se filtraba en cada frase. Clara sentía que algo se le escapaba, aunque no sabía exactamente qué.

No era deseo. No era miedo. Era una conciencia nueva, incómoda: la certeza de que esa tarde no iba a pasar sin dejar marca.

Cuando se levantaron para irse, Daniel se ofreció a acompañarla hasta la esquina.

—No hace falta —dijo ella, demasiado rápido.

—Lo sé —respondió él—. Era solo una idea.

Caminaron en silencio. Un silencio distinto, denso pero no hostil. Al llegar a la esquina, se detuvieron.

—Gracias por el café —dijo Clara.

—Gracias por venir —contestó Daniel—. Aunque nada haya salido según el plan.

Ella lo miró, sorprendida.

—¿Había un plan?




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.