Nada parecía digno de atención
Nada parecía digno de atención aquella mañana, y sin embargo todo estaba a punto de desplazarse apenas un centímetro, lo suficiente como para no volver a encajar del mismo modo.
Clara llegó a la oficina más temprano de lo habitual. No por eficiencia, sino por una inquietud sin nombre que la había despertado antes de que sonara el despertador. Se vistió sin pensar demasiado, eligió ropa cómoda, correcta, casi defensiva. No quería destacar. Tampoco desaparecer. Esa ambivalencia la acompañó durante el trayecto, sentada junto a la ventana del colectivo, observando cómo la ciudad comenzaba su rutina con una precisión que ella envidiaba.
Al entrar al edificio, el murmullo habitual le resultó tranquilizador. El saludo breve del guardia, el sonido de los ascensores, el olor neutro del pasillo. Todo seguía su curso. Clara respiró con algo parecido al alivio. Quizás, pensó, había exagerado. Quizás el desorden de los días anteriores se acomodaría solo.
Dejó el bolso en su escritorio y encendió la computadora. Revisó la agenda. Reuniones, plazos, tareas previsibles. Ninguna mención a Daniel. Ese detalle le produjo una satisfacción absurda, como si la ausencia escrita pudiera neutralizar la presencia real.
—Hoy va a ser un día normal —se dijo, con una convicción que necesitaba ser escuchada.
Se concentró en el trabajo con una eficacia casi obsesiva. Cada tarea cumplida era una pequeña victoria contra la confusión. El tiempo avanzó sin sobresaltos hasta que, cerca del mediodía, alguien apoyó una carpeta sobre su escritorio.
—Te dejo esto —dijo una voz conocida—. Cuando puedas.
Clara levantó la vista.
Daniel estaba ahí, de pie, con esa postura relajada que no parecía buscar nada en particular. Llevaba una camisa clara, las mangas arremangadas, y una expresión serena que Clara ya no sabía interpretar.
—Gracias —respondió ella—. Después lo veo.
Daniel asintió. No dijo nada más. No se quedó de más. No intentó prolongar el momento. Dio media vuelta y se fue.
Fue ese gesto mínimo el que cambió el clima.
No la mirada. No la palabra. La ausencia de todo eso.
Clara se quedó observando la carpeta unos segundos demasiado largos. Había algo en esa retirada limpia, respetuosa, que la descolocó. No era indiferencia. Tampoco cautela. Era una atención distinta, más sutil, que no pedía confirmación.
—Qué raro —murmuró.
Abrió la carpeta y comenzó a revisar el contenido. Eran documentos sencillos, nada que no pudiera resolverse en pocos minutos. Sin embargo, se descubrió leyendo más despacio de lo necesario, como si necesitara prolongar la excusa del trabajo para justificar la incomodidad que se le había instalado en el pecho.
El gesto de Daniel había sido impecable. Y, justamente por eso, inquietante.
Durante el almuerzo, Clara comió con Julia y otros compañeros. Las conversaciones giraron en torno a temas livianos: una serie nueva, una discusión absurda en redes sociales, el clima cambiante. Clara participó con comentarios justos, sonrió cuando correspondía, pero sentía una distancia interna difícil de explicar. Como si estuviera observando su propia actuación desde afuera.
—Estás callada hoy —le dijo Julia, con una naturalidad que la desarmó.
—Nada —respondió Clara—. Solo cansancio.
No era mentira. Pero tampoco era toda la verdad.
De regreso en su escritorio, encontró un pequeño sobre apoyado junto al teclado. No tenía nombre. Solo una letra prolija, casi discreta. Clara lo abrió con cautela, como si temiera que el contenido fuera más de lo que podía manejar.
Adentro había una servilleta doblada. Reconoció de inmediato el logo del bar donde habían tomado café. Sobre el papel, una frase breve, escrita a mano:
Por si alguna vez el día necesita una pausa.
Clara sintió un sobresalto leve, inmediato. No de entusiasmo, sino de reconocimiento. Ese gesto, mínimo y aparentemente inocente, tenía un peso específico que no podía ignorar.
Miró alrededor. Nadie parecía prestarle atención. Guardó la servilleta en el cajón con un cuidado exagerado, como si el objeto pudiera delatarla.
—Esto no es nada —se dijo—. Es solo un detalle amable.
Pero los detalles amables, cuando llegan en el momento justo, tienen una potencia particular.
El resto de la tarde transcurrió con una sensación nueva, más cálida, pero también más peligrosa. Clara se sorprendió pensando en Daniel sin incomodidad, incluso con una curiosidad que no intentó reprimir del todo. No imaginaba escenas futuras. No anticipaba desenlaces. Simplemente lo tenía presente.
Al salir de la oficina, el cielo estaba cubierto. No llovía, pero el aire tenía esa densidad previa a algo inevitable. Clara caminó unas cuadras sin rumbo fijo, con la servilleta guardada en el bolso como un secreto mínimo.
Comprendió, mientras avanzaba, que el clima no siempre cambia con grandes decisiones. A veces, basta con un gesto pequeño, preciso, para desplazar el eje de una historia.
Y ese desplazamiento, aunque todavía imperceptible para los demás, ya había comenzado a operar en ella.
Sin dramatismo.
Sin anuncios.
Con la suavidad peligrosa de lo que importa.
La cercanía que no pidió permiso
Fue el azar —o algo que se le parecía demasiado— quien decidió insistir.
Clara estaba en la fotocopiadora, peleando con una hoja atascada que se negaba a salir con dignidad, cuando escuchó pasos conocidos a su espalda. No necesitó girarse para saber quién era. Hay presencias que se anuncian sin ruido, simplemente porque el cuerpo aprende a reconocerlas antes que la razón.
—Siempre se traba cuando uno tiene apuro —dijo Daniel, con una calma casi cómplice.
Clara suspiró, resignada.
—Tiene una intuición especial para eso.
Daniel se acercó un poco más de lo necesario para mirar la máquina. No invadió su espacio, pero lo redujo lo suficiente como para que Clara lo notara. El olor tenue de su perfume —algo neutro, apenas perceptible— le produjo una distracción inesperada.
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Editado: 25.12.2025