Cuando el amor se equivoca.

CAPÍTULO 3 La risa apareció antes que la verdad

El día decidió burlarse de ambos

El problema con la risa es que suele llegar sin pedir permiso, justo cuando uno se prometió no tomarse nada a la ligera.

Clara lo comprendió esa mañana, al tropezar con el borde de la alfombra apenas cruzó la puerta de la oficina y recuperar el equilibrio con una torpeza tan evidente que no dejó margen para la dignidad. No cayó, pero el movimiento fue lo suficientemente exagerado como para atraer miradas. Algunas discretas. Otras francamente divertidas.

Entre ellas, la de Daniel.

No se rió de inmediato. Ese detalle fue lo que más la incomodó. La miró primero con preocupación genuina, dio un paso hacia ella como si fuera a ayudarla, y recién después, cuando Clara levantó la vista y puso los ojos en blanco, soltó una carcajada breve, contenida, casi culpable.

—Perdón —dijo—. Pero fue… inesperado.

—Gracias por la delicadeza —respondió ella—. Me esforcé bastante.

—Se notó —admitió él—. Hubo coreografía.

Clara no pudo evitar reír. Una risa franca, abierta, de esas que desarman cualquier intento de control. Sintió cómo se le aflojaban los hombros, cómo la tensión de los días anteriores encontraba una salida absurda y necesaria.

—No se lo cuentes a nadie —pidió—. Estoy construyendo una imagen respetable.

—Demasiado tarde —dijo Daniel—. Ya te vi perder una batalla contra una alfombra.

—Esto no estaba en el plan —murmuró ella, todavía sonriendo.

—Nunca lo mejor lo está.

Esa frase, dicha al pasar, se le quedó adherida más de lo esperado.

Siguieron caminando juntos hacia sus escritorios, comentando trivialidades, como si el tropiezo no hubiera sido más que un accidente gracioso. Pero Clara sabía que algo se había acomodado distinto. La risa había creado una cercanía espontánea, sin tensión previa, sin expectativas implícitas.

La risa, pensó, era peligrosa por eso: porque eliminaba las defensas con una eficacia que ningún gesto serio conseguía.

Durante la mañana, las interrupciones fueron constantes. No intencionales. No forzadas. Coincidencias pequeñas que parecían diseñadas para insistir. Un comentario al pasar. Un archivo compartido. Una observación innecesaria que terminaba en sonrisa.

—¿Siempre sos así de precisa con los informes? —preguntó Daniel en un momento.

—¿Así cómo?

—Como si supieras exactamente qué sobra y qué falta.

Clara dudó.

—No es precisión —dijo—. Es cansancio de explicar de más.

—Eso también es una forma de inteligencia.

Ella lo miró con un gesto entre divertido y escéptico.

—Cuidado —advirtió—. Si seguís así, voy a empezar a creerte.

—Ese ya sería otro problema —respondió él, sin perder la sonrisa.

El intercambio no tenía peso suficiente como para justificar la intensidad con que Clara lo registraba. Pero así funcionan las cosas que importan: entran de a poco, casi sin ruido.

A media mañana, el clima en la oficina se distendió por completo. Una situación absurda —una impresora que imprimía hojas en blanco con una perseverancia admirable— generó una escena colectiva de quejas exageradas. Clara y Daniel quedaron atrapados en el mismo grupo, riendo por la inutilidad compartida.

—Esto es una metáfora —dijo ella—. De algo. No sé bien de qué.

—De la vida adulta —aventuró él—. Hacemos todo bien y aun así no sale nada.

—Perfecto —respondió Clara—. Ahora, además de frustrada, reflexiva.

—Es un servicio adicional.

Rieron otra vez. Y esa risa fue distinta. No nerviosa. No incómoda. Fue una risa que se sostuvo, que se permitió durar unos segundos más, como si ninguno de los dos tuviera apuro por volver a la compostura.

Clara notó entonces algo que la inquietó: cuando se reía con Daniel, no pensaba en las consecuencias. No calculaba. No se corregía. Simplemente estaba ahí.

Eso no era habitual en ella.

Al regresar a su escritorio, intentó concentrarse. Lo logró solo a medias. La risa seguía resonando, como un eco amable que se negaba a disiparse. Y con ella, una pregunta que empezaba a tomar forma.

¿Por qué resultaba tan fácil?

No era atracción inmediata. No era ilusión. Era algo más sutil y, por eso mismo, más riesgoso: una comodidad emocional que no había sido planificada.

El teléfono vibró con un mensaje interno.

—Si vuelvo a tropezar hoy, que sea con algo más digno, escribió Daniel.

Clara respondió sin pensar demasiado:

—Puedo recomendarte una alfombra peligrosa.

—Acepto el riesgo.

Sonrió. Se dio cuenta de que estaba sonriendo sola.

La risa había aparecido antes que la verdad.

Y, sin saberlo todavía, ambos ya estaban un poco más adentro de lo que habían previsto.

El alivio de no fingir ser serios

El almuerzo llegó como llegan las pausas necesarias: sin ceremonia, pero con promesa.

Clara había bajado al pequeño comedor con la idea de comer rápido y volver a su escritorio. No llevaba libro, ni auriculares, ni defensas. Tal vez confiaba demasiado en su capacidad de mantenerse al margen. Tal vez el día ya la había desarmado lo suficiente como para no intentarlo más.

Daniel apareció con una bandeja torpemente equilibrada y una expresión que mezclaba determinación y resignación.

—¿Te molesta si me siento? —preguntó, aunque ya estaba a medio camino.

—Mientras no vuelvas a hacer acrobacias —respondió ella—, adelante.

Se sentaron frente a frente. El espacio entre ambos era pequeño, pero no incómodo. Clara notó detalles mínimos: la forma en que Daniel acomodaba los cubiertos, cómo revisaba el celular solo para dejarlo boca abajo enseguida, como si hubiera decidido no dividir su atención.

—Hoy el lugar está extrañamente ruidoso —comentó él.

—O somos nosotros los que estamos más atentos —dijo Clara.

—Puede ser —admitió—. La risa deja una especie de eco.

Ella lo miró con interés genuino.

—Eso fue poético.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.