Cuando alguien escucha lo que quiere escuchar
La promesa no fue dicha.
Pero alguien creyó oírla.
Clara lo supo sin necesidad de confirmarlo: algo se había desordenado fuera de su control. No fue una intuición dramática, sino una percepción fina, casi doméstica, como cuando uno entra a una habitación y nota que algo no está exactamente donde lo dejó.
Todo comenzó con una frase mal colocada, dicha en voz baja, en un contexto demasiado abierto.
—No estoy cerrada a nada —había dicho ella, casi sin pensarlo.
La frase no iba dirigida a Daniel en ese momento. Ni siquiera hablaban de ellos. Era una conversación trivial, compartida en la mesa grande del comedor, donde varios compañeros almorzaban sin demasiada atención. Clara había hablado de cambios, de cansancio, de posibilidades futuras. Nada extraordinario.
Pero Daniel estaba ahí.
Y alguien más también.
Lucía.
Lucía era amable, eficiente y peligrosamente entusiasta. Tenía esa capacidad para completar historias ajenas con imaginación propia, convencida de que hacía un favor. Escuchó la frase de Clara y la guardó como quien encuentra una pista clave.
Daniel, por su parte, había sonreído apenas. No interpretó la frase como una promesa, pero tampoco la desestimó. La dejó ahí, flotando, sin tocarla. Como tantas cosas últimamente.
El problema no fue lo que Clara dijo.
Fue lo que otros decidieron entender.
Durante la tarde, Clara notó miradas distintas. Sonrisas que duraban un segundo más de lo habitual. Comentarios que no lograba descifrar del todo.
—Así que estás abierta a cambios —le dijo Lucía, con un tono entre curioso y cómplice.
—Supongo —respondió Clara—. Como casi todos.
Lucía asintió, como si confirmara algo importante.
—Se nota —agregó—. Estás distinta.
Clara frunció apenas el ceño.
—¿Distinta cómo?
—Más… liviana —dijo Lucía—. Como si hubieras tomado una decisión.
Clara sintió un leve sobresalto.
—No tomé ninguna —respondió, sincera.
Lucía sonrió de un modo que no aclaraba nada.
—A veces no hace falta decirlas —dijo—. Se notan igual.
Esa frase la acompañó el resto del día.
Daniel se acercó a su escritorio poco después, con una carpeta bajo el brazo y una expresión que Clara no supo interpretar de inmediato. No era nerviosismo. Tampoco entusiasmo. Era una atención contenida, expectante.
—¿Tenés un minuto? —preguntó.
—Claro —respondió ella.
Se quedaron de pie, demasiado cerca, como si ambos hubieran olvidado retroceder un paso.
—Lucía me dijo algo raro —comentó él, sin rodeos.
Clara sintió un nudo leve en el estómago.
—¿Qué cosa?
Daniel dudó.
—Que estabas… abierta a algo nuevo —dijo—. No sé bien a qué se refería.
Clara soltó una risa breve, incrédula.
—Eso lo dije en general —aclaró—. No era una declaración.
Daniel asintió lentamente.
—Lo imaginé —respondió—. Pero quería escucharlo de vos.
Ese “de vos” cargaba una delicadeza peligrosa. Clara lo notó.
—No me gustan las promesas implícitas —agregó—. Ni hacerlas ni recibirlas.
Daniel sonrió con una mezcla de alivio y algo más difícil de nombrar.
—A mí tampoco —dijo—. Pero admito que a veces uno se agarra de lo que puede.
Esa confesión la desarmó un poco. No porque la comprometiera, sino porque revelaba una vulnerabilidad nueva. Clara comprendió entonces que el malentendido no era solo externo.
El problema no era Lucía.
Era el espacio ambiguo que habían construido sin delimitarlo.
Durante el resto de la tarde, Clara estuvo más atenta que nunca a lo que decía. Midió frases. Corrigió tonos. Intentó cerrar puertas que nunca había abierto del todo. Pero el rumor ya circulaba, silencioso, discreto, como suelen hacerlo las historias incompletas.
Al final de la jornada, Lucía se acercó otra vez.
—Me alegra verte así —dijo—. A veces uno necesita animarse.
Clara la miró, sorprendida.
—¿Animarme a qué?
Lucía levantó los hombros.
—A no esperar tanto.
Clara entendió entonces que el malentendido ya tenía forma propia. Y que, sin querer, había adoptado la silueta de una promesa que ella no estaba segura de querer sostener.
Cuando salió del trabajo, Daniel caminó a su lado unos metros.
—No quiero que esto se vuelva raro —dijo él.
—Yo tampoco —respondió Clara—. Pero creo que ya empezó a serlo.
Daniel sonrió, sin ironía.
—Las promesas que no se dicen suelen ser las más complicadas.
Clara asintió.
—Y las que otros inventan, las más peligrosas.
Se despidieron sin resolver nada. No porque evitaran el tema, sino porque ambos comprendieron que el malentendido ya había puesto algo en movimiento.
Una expectativa ajena.
Una ilusión prestada.
Una promesa que nadie había hecho… pero que alguien esperaba.
La expectativa que no pedimos
El problema de las expectativas es que suelen llegar envueltas en sonrisas amables. No golpean la puerta ni piden permiso. Se instalan como visitas educadas que, con el paso de las horas, empiezan a mover los muebles.
Clara lo comprobó al día siguiente, apenas cruzó la puerta del trabajo. Nada había cambiado de forma explícita, pero todo parecía ligeramente desacomodado. Los saludos eran más entusiastas, las miradas más largas, los silencios más cargados de interpretación.
—Buen día —le dijo Lucía, con una energía innecesaria para esa hora—. ¿Cómo amaneciste?
—Bien —respondió Clara—. Normal.
Lucía arqueó una ceja.
—¿Normal… feliz o normal… nerviosa?
Clara parpadeó.
—Normal cansada —dijo—. Como siempre.
Lucía rió, como si la respuesta confirmara algo encantador.
—Es lógico —comentó—. Cuando una está por empezar algo nuevo, duerme poco.
Clara sintió una punzada de irritación, contenida por educación.
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Editado: 25.12.2025