Cuando la sangre llama

Capítulo 2

Kaell abordó su auto y se adentró en las frías calles de Kyzyl.

Una fina llovizna comenzó a caer. Las gotas se deslizaban sobre el parabrisas, mezclándose con el asfalto húmedo y creando un ritmo hipnótico que lo desconectó por un instante. Sus ojos se detuvieron en las sombras que corrían por la acera, figuras envueltas en abrigos que apenas dejaban ver sus rostros. Entre ellas, reconoció a un par de hombres que compartían su misma condición genética. El encuentro fue fugaz, pero suficiente para que apartara la mirada con el pecho oprimido.

La libertad lo embargaba, pero con un sabor amargo. Era como tomar el primer respiro tras años de encierro. Y aunque estaba ahí, recorriendo las calles, sus pensamientos seguían presos de un nombre, “Zarina”.

El recuerdo de su celda lo asaltó de improviso. Las paredes húmedas, el frío que calaba hasta los huesos, y el silencio, siempre el maldito silencio. Pero el peor castigo era el eco de sus propios pensamientos. En esas noches interminables, Zarina aparecía una y otra vez. Su rostro, sus lágrimas. Las palabras que nunca dijo, las decisiones que la apartaron de él para siempre.

Apoyó una mano en el volante, dejando escapar un suspiro largo y pesado que empañó el vidrio. En el espejo retrovisor, sus ojos buscaron los propios, pero lo que vio fueron los de Zarina. Llenos de dolor y desprecio. Cerró los puños hasta que los nudillos le dolieron, como si al apretar pudiera desterrar ese recuerdo de su mente.

Detuvo el auto frente a un lujoso centro estético. El letrero de neón reflejaba los servicios ofrecidos. Sin pensarlo mucho, salió del auto y empujó la puerta, Sin dar importancia al letrero de cerrado.

—Corte de cabello y limpieza facial —gruñó con la voz áspera, su tono más exigente que amable.

La mujer tras el mostrador lo observó con una mezcla de asombro y molestia. Se tragó las ganas de exigirle notar el letrero de cerrado y la hora, pero en su lugar dijo.

—Por aquí, señor —señaló guiándolo hacia una de las sillas. Intentó enumerar los servicios, pero Kaell parecía no escucharla.

Una vez sentado, cerró los ojos y se abandonó al sonido de las tijeras. Su mente no cesaba. Había seguido cada pista, contratado a los mejores investigadores, pero todo terminaba en más preguntas sin respuestas. Su única certeza era el dolor y profunda ira que el nombre de su hermano dejaba en su ser cada vez que lo recordaba.

Sin embargo, no era el único con sentimientos encontrados, a kilómetros de distancia, Zarina intentaba dominar las emociones que la inundaban tras su regreso. Había abordado el avión con una sola idea en mente: mantenerse firme, no dejarse vencer por los recuerdos. Pero esa determinación se tambaleaba con cada minuto que pasaba.

Desde la ventanilla, observaba la pista iluminada, con los labios apretados. Cerró los ojos, buscando paz.

«Es por mis padres. Se los debo», pensó, ajustándose el collar que colgaba de su cuello. En él guardaba dos fotos, la de sus padres y la de Carline. Besó el relicario con los ojos cerrados.

Habían pasado años desde que su mundo se derrumbó. Logró reconstruir su vida pieza a pieza, aferrándose al empleo que siempre había deseado, pero que ahora solo era una forma de mantener la mente ocupada. Su círculo social era pequeño, pero suficiente, el amor, había sido desterrado de su vida. Funcionaba. Sobrevivía. Y aunque el dolor no desapareció, aprendió a convivir con él, como quien soporta una herida que nunca cicatriza.

En medio de esa oscuridad, solo había una chispa que mantenía encendida, Carline, su pequeña salvación. Pero incluso ese rayo de esperanza estuvo a punto de desmoronarse cuando el embarazo se complicó, llevándola al borde de perderlo todo una vez más.

Sin embargo, resistió. Contra todo pronóstico, lo hizo. Consciente de eso, juraba con cada fibra de su ser que nadie, absolutamente nadie, se interpondría entre ellas. Carline era lo único que daba sentido a sus días.

Mientras Zarina enfrentaba sus tormentos, Kaell se sumergía en los propios. A las 11 de la noche, el agua de la ducha recorría su cuerpo como un río implacable, pero no lograba sofocar el fuego que lo devoraba por dentro.

—No entiendo… —su voz tenía un tono ronco que se perdió entre el caer del agua—. ¿Quién lo hizo? ¿Por qué culparme? Zarina…

Se apoyó contra la pared, dejando que el agua corriera un momento más antes de salir. Enrollado en una toalla, cruzó la habitación con el teléfono al oído.

—¿Qué tienes sobre Zarina? —preguntó en cuanto su llamada fue respondida

—Es casi medianoche. Kaell, creí que bastaba con que por ahora supieras que regresará. No he iniciado ningún tipo de investigación. Pensé que querías esperar…

Kaell lo interrumpió con un gruñido bajo y áspero.

—Te pago por resultados, no por excusas. Si te doy una orden que implique a Zarina, quiero resultados inmediatos. No me importa si tienes que negociar con el diablo. Al menos consigue su foto más reciente.

El silencio de Aurelith al otro lado fue breve, pero bastó para dejar entrever su incomodidad. Respiró con frustración y agregó:

—Comprendo tu desesperación, pero no me trates como a uno de tus empleados. He hecho más por ti de lo que debería, Kaell. Siempre te he visto como un hermano, pero no permitiré que me trates de esta manera. Zarina se presentará pronto, y haré lo necesario, pero mientras tanto, estoy de manos atadas.

Sin esperar respuesta, colgó.

Kaell dejó caer el teléfono sobre la cama y presionó sus dedos contra su cabello húmedo, como si eso pudiera disipar la maraña de emociones que lo sofocaban.

—Necesito verte… —susurró al vacío—. Necesito que sepas la verdad. Que mentí… que… te amé desde el instante en que te vi.

El suspiro que dejó escapar parecía arrastrar parte de su alma. Sin perder más tiempo, se vistió apresuradamente y bajó al garaje. Frente a él, su BMW R 1250 GS Adventure brillaba bajo la tenue luz fluorescente. La encendió y se lanzó a las calles de Kyzyl, donde la noche ya se había asentado completamente y le permitía moverse con la libertad necesaria.




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