Mientras Carline le daba las buenas noches a Zarina, Kaell aguardaba ansioso, conteniendo el impulso de irrumpir, abrazarla y confirmar lo que su corazón sabía, era su hija.
No albergaba dudas. Movía el anillo en su dedo de forma inconsciente, un gesto cargado de emociones que no podía disimular. La amaba más que nunca, y ese amor era el ancla que lo retenía, que frenaba su deseo de irrumpir en su vida sin cuidado alguno.
—Una hija —murmuró. Sus labios se curvaron en una sonrisa que no pudo contener, mientras sus ojos brillaban, fijos en la casa, como si pudieran atravesar las paredes y verla—. Es preciosa.
La emoción lo sobrepasó, necesitaba compartirlo con alguien. Marcó el número de Aurelith sin pensarlo dos veces. Su familia le había dado la espalda hacía tiempo, y en ese momento, solo podía confiar en él.
—Entré en su casa —dijo en cuanto la llamada fue respondida, incapaz de ocultar la emoción que vibraba en su voz.
—Lo que me temía. ¿has perdido la razón? ¿Estás consciente de lo que me estás diciendo? ¿Entraste a su casa como un ladrón?
Kaell soltó una risa breve, ahogada por la intensidad de sus sentimientos.
—¿Por qué te sorprende? Sabes que estoy dispuesto a todo por ella, aún más ahora. Pensé que lo habías asumido. Creo que no tiene a nadie.
Sus palabras sonaron con la misma convicción con la que miraba hacia la casa. No lo sabía con certeza, pero lo sentía.
—Me ama. No podría haberme olvidado. Y ella… —tragó saliva, para poder controlarse—. Es idéntica a mí. El amor de su vida, es ahora el amor de la mía. Es… es una princesa.
Aurelith suspiró cansado, con la paciencia desgastada por el dramatismo habitual de su amigo.
—Aquí es donde me explicas de qué hablas. Tu salud mental empieza a preocuparme.
Kaell rio de nuevo, pero esta vez había un dejo de orgullo en su voz, la dicha le quemaba el pecho. Alzó la vista justo a tiempo para ver a Carline asomándose por la ventana. Su corazón se contrajo. Le dolía no poder ir hacia ella, acunarla en sus brazos, y quedarse para siempre.
—Me dio una hija. Una hermosa niña.
Aurelith salió de la comodidad de su cama, se sirvió un vaso de agua, intentando procesar lo que acababa de escuchar.
—Kaell… amigo, necesitas ayuda. ¿Una hija? ¿Cómo puedes estar tan seguro? Tal vez ella…
—Cabello blanco. Ojos azules. Rasgos de mi madre. Es un copito de nieve, Aurelith. Solo yo podría ser su padre. Y lo soy. Me dio una hija. ¿Sabes lo que significa?
—Por supuesto, que nunca tendré tranquilidad. ¿Qué harás ahora?
Kaell no respondió de inmediato. Sus ojos se clavaron en la ventana donde Carline parecía buscarlo.
Con el teléfono aún pegado al oído, la ansiedad lo venció.
—Tal vez deberíamos negociar eso de no pedirte nada más.
Colgó sin esperar respuesta. Su cuerpo se movió por instinto, cruzando el jardín con la destreza antes usada.
Un leve crujido de ramas alertó a Carline, quien giró de inmediato y corrió hacia el sonido.
—¡No corras, preciosa! —advirtió Liz desde su máquina de coser.
Se quitó las gafas al ver a la niña cruzar el umbral hacia el jardín. Se levantó con desgano, limpiándose las manos en el delantal antes de seguirla.
—No toques las flores. No te ensucies la ropa, cariño.
Carline se detuvo en seco, buscando con la mirada al hombre de cabello blanco. No estaba allí. Su ceño se frunció por la decepción. Se subió a un pequeño carrito balanceándose mientras su mirada exploraba cada rincón.
Liz se aseguró de cerrar la puerta que daba a la salida y a las zonas peligrosas del jardín antes de volver al interior.
Carline, en cambio, no desistió. Su corazoncito le decía que él estaba cerca.
Y tenía razón. La observaba desde la esquina detrás de su espalda.
Kaell emergió de su escondite.
—Hola, copito de nieve —susurró, y aunque la distancia entre ellos era prudente, Carline pareció escucharlo. Giró la cabeza de inmediato. Emocionada bajó del carrito y caminó hacia él.
Cuando estuvo lo suficientemente cerca, alzó la mano y tocó uno de sus mechones blancos. Lo examinó con curiosidad, luego tocó su propio cabello, Kaell sonrió.
—¿Eles mi papá?
Sus ojos brillaban con una mezcla de inocencia y esperanza. Kaell no deseaba nada más que abrazarla y confirmarlo, pero se agachó a su altura y dijo:
—Soy un amigo de tu madre. Uno que las quiere muchísimo. Estoy muy feliz de poder conocerte, copito de nieve —le tocó la nariz con un gesto cariñoso.
Carline bajó la mirada, decepcionada.
—No te pongas triste —Kaell le levantó el rostro con suavidad, esbozando una sonrisa mientras luchaba contra el impulso de decirle la verdad—. Tengo que irme, pero nos volveremos a ver muy, muy pronto. Lo prometo. Quiero que recuerdes mi nombre: Kaell. ¿Lo harás?
Ella asintió, sin poder disimular la tristeza en su expresión.
—Eres mi nueva persona favorita en el mundo, copito de nieve —susurró antes de besarla en la coronilla—. Vuelve al interior y hazle caso a la abuela. Nos veremos pronto, es una promesa.
Carline lo abrazó con fuerza una vez más antes de regresar, justo cuando Liz se acercaba hacia ella. Kaell esperó unos minutos más, hasta que encontró el momento adecuado para marcharse.
Caminó hasta encontrar un hotel cercano. Quería saber más, pero sabía que lo ideal era esperar. La ansiedad lo llevó a pasearse de un lado a otro en la habitación. Comprobó la diferencia horaria, presintió que ella estaba despierta.
Asumió que una ducha lo ayudaría a calmar el deseo de llamarla.
Sin embargo, al salir de la ducha, no dudó en hacerlo. Su intención era escuchar su voz. Zarina, quien trataba de aprender un poco más sobre el cargo que ahora ejercía, suspiró al ver el número desconocido y, con desconfianza, respondió:
—¡Bueno! —el silencio la hizo mirar el teléfono antes de decir—. ¿Quién está ahí?
Kaell cerró los ojos, escuchando su voz mientras contenía el deseo de hablarle, de decirle que lo sabía, que era lo mejor que le había pasado en años. Sin embargo, se conformó con escucharla hasta que colgó.