Capítulo 6: Entre Baches y Verdades
El retraso de la noche anterior nos jugó en contra. Salimos apurados rumbo a la siguiente parada, y me tocó manejar a toda velocidad. La lluvia y los baches hacían difícil ver la carretera. El clima no ayudaba y el tiempo corría en nuestra contra. Fue entonces cuando escuché un ruido seco… ¡un neumático pinchado!
Nos detuvimos de inmediato. Por suerte, todos estábamos bien. Pero el contratiempo provocó que nos dividiéramos en dos grupos. Natalia y Juan tomaron un taxi hacia la sucursal más cercana para no retrasar el trabajo, mientras Roxana y yo nos quedamos para cambiar el neumático y luego alcanzarlos.
Mientras luchaba con la llanta bajo la lluvia, sentí el peso de la responsabilidad sobre mis hombros. Pero Roxana, con una tranquilidad que no me esperaba, me dijo:
—No es tu culpa, Roberto. Estas cosas pasan. Lo importante es que todos estamos bien.
Sus palabras me calmaron. No habíamos tenido oportunidad de hablar a solas en todo el viaje, y esa pequeña pausa, bajo la lluvia, nos regaló un momento inesperado. Comenzamos a hablar, sin filtros, como si la lluvia limpiara también nuestras cargas.
Roxana empezó a contarme sobre su pareja. Un chico guapo, según decía, pero con muchos problemas. Le gustaba el licor, no era muy responsable y siempre la metía en líos. Ella lo había conocido cuando parecía encantador, atento, lleno de sueños. Pero pronto se dio cuenta de que esos sueños no iban acompañados de acciones. Él perdía trabajos, hacía promesas que no cumplía y cuando bebía, se transformaba. Había noches en las que ella dormía llorando, preguntándose si estaba perdiendo su juventud y su paz al lado de un hombre que no sabía valorarla.
—Quiero dejarlo —me confesó con la voz quebrada—. Pero no sé cómo. Cada vez que intento alejarme, aparece con flores, con lágrimas, con palabras que me hacen dudar. Es como una cadena que no puedo romper… y a veces me da miedo estar sola.
Sus palabras me tocaron. Me vi reflejado en su lucha, aunque en mi caso la historia era diferente. Le conté que me casé muy joven. Que mi esposa fue la segunda mujer en mi vida, y que desde el primer día intenté ser el hombre perfecto. Le di todo: tiempo, esfuerzo, sueños. Trabajé incansablemente para mantenerla feliz, para que no le faltara nada. Pero mientras más daba, más me olvidaba de mí mismo. No veía que ella se alejaba, que su mirada cambiaba. Hasta que un día, ya no había cariño, solo rutina… y una puerta que se cerró detrás de mí.
—Creo que viví para ella, no conmigo —le dije con un nudo en la garganta—. Y ahora… no sé si queda algo que rescatar.
—A veces el amor no es suficiente si no hay respeto —dijo ella, como si hablara también para sí misma.
Terminamos de cambiar la llanta. La lluvia aún caía, pero por un instante, saltamos entre los charcos como dos niños. Reímos, mojados, liberados por unos segundos de nuestras cargas. Fue solo un momento… pero uno real.
Alcanzamos a nuestros compañeros justo a tiempo para almorzar. El resto del día transcurrió con normalidad, entre trabajo, informes y sonrisas medidas. Roxana y yo hablamos más durante el camino, compartiendo historias que antes habríamos guardado para nosotros.
Pero al caer la noche, cuando el silencio se adueñó del vehículo, sentí una urgencia. Saqué mi teléfono y marqué el número de mi esposa. Necesitaba hablar con ella. Saber si aún había algo por lo que luchar.
El tono sonó una, dos, tres veces… y entonces alguien contestó.
—¿Aló? —era la voz de un hombre, segura, relajada.
Antes de que pudiera decir algo, escuché a mi esposa gritar al fondo:
—¡Idiota! ¡No cojas mi teléfono!
Mi mundo se detuvo. Sentí que el aire me faltaba. No colgué… simplemente dejé que la llamada terminara por sí sola. El teléfono temblaba en mis manos. Miré al frente, fingiendo que todo estaba bien, pero una lágrima traicionera rodó por mi mejilla.
Ese fue el momento en que entendí que, quizás, lo que temía era cierto. Y que a veces, por más que uno lo intente, hay cosas que no se pueden salvar.
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