Eran de madrugada, el sol apenas se asomaba. La frescura del aire hacía presencia, y aunque una gran ciudad como esa nunca durmiera, la verdad es que por las noches no era tan ruidosa como durante el día. Es por eso que algunas personas disfrutaban tanto de las mañanas: eran el nexo entre la vida nocturna y la diurna, ni muy alocadas ni muy atareadas, ni muy frías ni muy calurosas... simplemente perfectas.
Algo en lo que Fernando estaría en total desacuerdo.
––¡Fernando! ––esa sería su tía, justo a tiempo––. ¡Levántate, hombre!
A pesar del llamado, el muchacho no tenía intenciones de levantarse. Solo quería seguir acurrucado en su cama, envuelto en una cobija, con la mente libre de preocupaciones y...
––¡Ah! ––gritó Fernando cuando sintió el frío calarle hasta los huesos al ser despojado de su cobija––. ¡No! ¿Por qué?
––Porque tienes que ir a la escuela.
––Cinco minutos más ––rogó mientras buscaba algo con qué taparse––. ¡Por favor!
––¡Que no! Ándale, ya es tardísimo.
––¿Y si falto?
––Te voy a dar tres segundos para que te levantes, o ya sabes cómo te va ––respondió su tía con un tono duro, amenazante.
Fernando entendió. Por mucho que le hubiera gustado ignorar aquella advertencia, no podía. Así que, de mala gana, se levantó. Aún sin despertar por completo, se quedó sentado en la orilla de su cama, con la mirada perdida en su uniforme colgado frente a él.
––¡Ándale! ––su tía volvió a presionar.
––¡Ya voy! ––gritó molesto, y siguió balbuceando cosas sin sentido.
Su madre ya tenía preparado el desayuno cuando terminó de alistarse. La televisión estaba encendida, justo en el canal de noticias. A Fernando le hubiera encantado cambiarla a uno de caricaturas o a cualquier cosa que no fuera eso, porque simplemente le parecía aburrido. Si de por sí no disfrutaba de levantarse temprano y usar ese ridículo uniforme, ver a un señor decrépito hablando sin parar lo hacía aún peor. Aunque, a veces, si calculaba bien los tiempos, lograba ver a la señorita del clima con uno de esos vestidos ajustados que desde hace poco tiempo le habían llamado la atención... No el vestido en sí, claro, sino cómo lo usaba ella.
Pero hoy no había tenido suerte.
Una vez que terminó de desayunar, tomó su mochila, se despidió de su madre y de su tía, salió de casa y se dirigió a la casa de Axel, que estaba en la planta baja.
Vivían en una vecindad algo vieja, un poco escondida, en un barrio pobre que algunos calificaban como "peligroso". Aunque antiguo, no lucía tan deteriorado como otros de la zona. Sí, había paredes descarapeladas, humedad y una ventana rota en el departamento de al lado, pero ciertamente no era un problema grave.
Cuando llegó a la casa de Axel, tocó la puerta. Al poco tiempo, su amigo y su hermana salieron, saludaron rápidamente a su madre y partieron en silencio.
Era temprano, ninguno de los tres había terminado de procesar el hecho de haber sido arrancados de la cama a una hora tan intempestiva solo para ir al colegio.
Caminaron juntos, observando cómo la ciudad despertaba. Veían a la gente armando sus puestos, abriendo locales, y a jóvenes de su edad dirigiéndose al colegio. En cierto punto del camino, Guadalupe, la hermana de Axel, se separó de ellos.
––Paso por ustedes a las tres.
––¡Somos grandes! ––reclamó Axel, harto de ser tratado como un niño pequeño.
––¡Sí! Podemos caminar solos ––secundó Fernando en un tono menos agresivo, casi infantil.
––Qué bueno. No me interesa. Si mamá ve que no los recojo, nos chingan a los tres ––dijo antes de dar un zape a su hermano y seguir su camino––. ¡Decidan!
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––¡Axel! ––llamó Fernando en voz baja––. Pss, pss.
Axel estaba sentado justo frente a él. A pesar del murmullo de los demás estudiantes, lo escuchó perfectamente, pero fingió que no era así.
––¡Axel!
––¿Qué quieres, cabrón?
––¿Tienes el ejercicio ocho?
––¿Qué? No ––respondió Axel.
––¡Sí lo tienes! ––acusó Fernando––. ¡Te vi respondiéndolo ahorita!
––¡No!
––¡Que sí!
––¡Que no!
––¡Que sí!
––¡Que no, güey!
Si algo era evidente, era que Fernando sabía poco de la materia de Historia. Nunca fue bueno en ella, y no importaba cuánto se esforzara, simplemente no lograba entender los sucesos que veían en clase. Y si acaso los entendía, sabía que los olvidaría rápidamente. ¿Cuál era el punto de esa tonta materia? No lograba entenderla y dudaba que alguien lo hiciera de verdad. Digo, cada vez que pasaba algo en la Historia, el siguiente suceso era aún más confuso, más inesperado, y muchas veces sin sentido. ¿De qué servía aprender del pasado si, de todas formas, esos eventos nunca se repetirían?
––Neta, chinga tu madre ––escupió Fernando, sintiéndose traicionado por su amigo.
––La tuya, pendejo ––respondió Axel sin mirarlo.
Axel siguió a lo suyo, concentrado, aunque algo adormilado. La noche anterior se había quedado despierto hasta tarde, pensando en su vida y en qué sería de él una vez que acabaran los estudios.
Últimamente había notado con más claridad que cada vez faltaba menos para su cumpleaños. Cumpliría 15, luego 16, luego 17, y después 18. Sentía que la vida se le escapaba de las manos, como si estuviera a punto de terminar antes de haber comenzado de verdad. No es que se considerara un fracaso, pero a su parecer, nunca había hecho algo realmente notable. Veía a gente grande, exitosa, que había dejado su huella en el mundo, y luego se miraba a sí mismo. Su único logro era estar en el cuadro de honor de su clase, y nada más.
Esa sensación lo carcomía. Por las noches, no lo dejaba dormir; por los días, no lo dejaba pensar. Era como si le robara algo, aunque no sabía exactamente qué. Lo único que sabía era que no tenía idea de qué hacer al respecto. Así que trató de ignorar ese pensamiento y se dedicó a responder los ejercicios de su cuaderno.