Es de noche. El niño duerme. Antón no está.
En nuestra casa hay silencio. Pero no de ese que calma. De ese que aplasta.
Estoy tirada en el suelo frío del baño. Como si alguien me hubiera dejado aquí. Pero fui yo misma.
Simplemente no sabía a dónde más ir para no escuchar nada. Para no ver, no sentir, no existir.
Ya no lloro. Las lágrimas se fueron antes.
Ahora solo queda el silencio dentro de mí. El vacío.
Parece que algo ha muerto. Tal vez yo.
Mi familia…
Yo creía tanto en ella. No, no en él. Yo creía en nosotros. En esa imagen, en esa “normalidad”.
En un hombre que trabaja, en una mujer que lo soporta todo, en un niño, en una casa.
Pero él se fue. Solo dijo:
— Estoy cansado. Necesito estar solo. Tal vez vuelva. O tal vez no.
Tal vez vuelva. O tal vez no.
¿Y esto qué es? ¿Un alquiler? ¿Una mesa en un café, que ocupas y luego tal vez vuelvas?
¿Y yo qué soy? ¿Cosas que puedes dejar y recoger cuando te dé la gana?
Yo vivía. Respiraba esta vida.
Y ahora estoy en el suelo. Y no me importa.
Mis labios arden. Ya me los mordí. Duele, pero me da igual.
Siento el frío que entra por debajo de la puerta. Tal vez no la cerré bien. Pero no tengo frío. No siento nada.
Porque hoy, morí.
Y entonces lo recuerdo. Ella. La única que siempre me entiende.
No Antón. No alguien de la familia.
Mi amiga.
No solo somos amigas. Somos como hermanas, pero de otra sangre.
Ella vive en otro país. Tiene un hijo pequeño, un bebé. Pero sé:
incluso en medio de la noche, responderá.
Agarro el teléfono. Está en línea.
— Me siento mal. Dime algo.
— ¿Qué pasa?
— Estoy en el suelo. Eso es todo. No sé cómo superar esto.
— Levántate. Ahora mismo.
— No puedo.
— Levántate. Porque no voy a ir a cocinarte sopa a las tres de la mañana.
— ¿Y unos 100 gramos?
— Bueno, tal vez, pero prometimos que sin eso.
— No sé cómo seguir adelante.
— Sí sabes. Solo lo olvidaste. Déjame recordártelo. Escribe.
Y yo escribo.
Ella lee. Y como siempre, no se calla.
— Te lo dije. Quince años. Y en los últimos seis, él siempre viajando.
— Que si a Polonia, que si a Chequia, que si “ahorrando para la casa”, que si “un proyecto interesante”.
— Y tú, con el niño, con tu padre enfermo, con tus problemas — sola.
— Eso no es vida, Masha. Eso es sobrevivir. Y sobreviviste. ¡Y cómo!
— Mira cómo has manejado todo esto. Tú aguantaste, cuando él no estaba.
— Con la guardería, la escuela, las enfermedades, las cuentas, los problemas — sola.
— ¿Y él? Ni siquiera sabía que se te había roto la lavadora.
— Ni siquiera te preguntaba cómo estabas.
Leo esto — y lloro. Pero en silencio.
Porque tiene razón. Siempre tiene razón.
— ¿Sabes? Para mí siempre has sido como una luz.
— Una estrella de ojos verdes que brillaba incluso en la noche más oscura.
— Escribías poemas, pintabas, bailabas. Eras tan… viva.
— Y luego dejaste de respirar. Por dentro.
— Dejaste de comer bien, empezaste a tomar café por el cansancio, te encerraste en ti misma.
— Y además, esa tiroides, la psoriasis, la diabetes.
— No son solo enfermedades. Es tu cuerpo gritando: “¡Escúchame!”
— Y ahora dime: ¿quieres seguir siendo como eres ahora?
— ¿O quieres volver a ser tú misma?
No lo sé.
Sigo en el suelo. Leo sus palabras. Y algo dentro de mí tiembla.
No es fe. No es fuerza.
Es… esperanza.
Ella añade:
— Yo creo en ti. Estoy orgullosa de ti.
— Eres tan fuerte. Eres un ejemplo.
— Llevas seis años soportando todo sola. Y nunca te quejas.
— Y ahora también saldrás de esto. Porque tú eres Masha.
— Masha, que no se rinde.
— Masha, que se transformará.
— Masha, que aún mostrará a todos de lo que es capaz.
Me río entre lágrimas.
— Otra vez tú con tu motivación.
— Todavía no estoy lista para impresionar a nadie.
— No importa. Yo sí estoy lista para creer en ti. Y eso ya es suficiente.
¿Y sabes qué?
Me levanto.
Mi casa — sigue siendo la misma.
El mundo — sigue siendo el mismo.
Pero yo — ya soy un poco diferente.